por Juan Carlos Alarcon
Esta historia podría comenzar a relatarla como lo hubiera hecho mi
padre durante mi infancia. El empezaba mostrando en su rostro la característica
de la narración. Por ejemplo, si era un hecho inventado esbozaba una sonrisa,
si lo que diría tenía una connotación histórica adquiría un aire solemne y, si
su exposición era triste, ponía cara de circunstancias. En consecuencia, con
mis hermanos, nos fuimos acostumbrando a observarlo de manera detallada antes
de escucharlo, eso nos adelantaba el contenido de sus relatos. Sin embargo, por
más que me contemple en un espejo, no logro imaginar la cara que yo mismo
pondría si tuviera que narrar esta historia a mi nieto. De cualquier manera,
poniendo cara o no, se podrá creer que es la fabulación absurda de un escritor
o de un fabricante de sueños, aunque los acontecimientos se hayan producido tal
cual lo relato.
Sucedió a principios de la década del ochenta, yo venía de regresar a
mi ciudad natal después de quince años de ausencia trajinando por el mundo de
un lado a otro. La dictadura militar había hecho que partiera al exilio muchos
años antes. En esa época cualquier idea disidente era considerada subversiva, y
yo tenía la mala costumbre de no saber cerrar mi boca; entonces en mis clases
universitarias exprimía el desacuerdo con los actos totalitarios que se
producían, fue hasta que un estudiante me denunció. La policía me citó para que
explicara los comentarios antinacionales de mis clases y, un día antes, con mi
mujer cargamos los chicos, un par de bolsos y salimos del país para instalarnos
en Europa.
El exilio es un peregrinaje eterno, rabias que se acumulan, preguntas
sin respuestas, heridas que no cicatrizan. Con mi familia recorrimos de un lado
para otro una gran parte de Europa y, cada dos años, nos instalábamos en un
país diferente, con un idioma diferente y una cultura diferente que nunca
finalizábamos por asimilar completamente. Eso nos hacía sentir extranjeros en
cuerpo y alma, no importaba dónde ni con quién estuviéramos.
Esa sensación de no tener arraigo ni raíces me persiguió casi toda mi
vida. En Argentina, los militares gobernaban como si el país fuera una caserna
militar sin tener la adhesión de la sociedad civil salvo de los sectores que se
beneficiaban económicamente y que hacían de la miseria humana su fondo de
comercio. Malos gobiernos, contradicciones políticas y la resistencia que el
pueblo oponía a la dictadura hicieron que se llamara a elecciones. El camino a
la democracia se restauraba paulatinamente y decidimos regresar, primero como
turistas para preparar nuestro retorno definitivo. Córdoba había tenido una
transformación grande. Los cambios eran tantos que me sentí extranjero en mi
propia ciudad, en mi propio país. Pero yo estaba tan harto de vivir esa
impresión, que decidí mudar de actitud con respecto a la gente, esa misma gente
que me producía la sensación de extranjero, tan poco tranquilizadora. Es la
actitud de los otros que nos condiciona.
El caso de mi mujer y de mis
hijos fue distinto. Ellos no tenían problemas políticos y podían entrar a la
Argentina sin problemas. Iban y venían entre Córdoba y las ciudades que
debíamos habitar sin que la referencia de identidad no se les confundiera
mucho. Yo comencé a envejecer como envejecemos la mayoría en el exilio, sin
darnos cuenta demasiado, desde afuera para adentro. Me sentía viejo, mis hombros se encorvaron, mis cabellos se emblanquecieron y mis huesos
se entumecieron; pero no era sobre mi cuerpo donde más sentía la vejez, la
sentía en la mirada de los otros cuando me miraban; eran ojos llenos de
sorpresa o de piedad por los años que se me pegaban hasta en las ganas de
caminar. Entonces,
me volví más viejo de lo que en realidad era.
Cuando puse los pies en Córdoba, la primera sensación que experimenté
fue un sentimiento extraño, un malestar anímico que me ardía en el estómago,
una especie de mancha en algún rincón del alma, una idea de que ya no podría
ser más el que había sido y mi úlcera comenzó a sangrar de nuevo. El cambio
producido durante quince años de ausencia era tan grande, que ni siquiera ya
existía en la provincia ese clima seco y sano del cual me sentía orgulloso.
Córdoba no era la misma de antaño y su fisonomía me era tan desconocida como
cualquiera de esas ciudades en las que aterrizábamos por primera vez. Además,
lo único que parecía interesarle a la gente eran las costumbres o forma de
vivir en Europa.
Recuerdo que habíamos llegado el día anterior, y luego de saludar como
correspondía a la familia con sonrisas y regalos, decidimos hacer un recorrido
a vuelo de pájaro por las calles céntricas. Allí volví a sentir esa sensación
infausta que carcomía mi entrañas y traté de dar, en todo caso para mí mismo,
justificativos simples tratando de calmar la angustia que me carcomía como la
vejez. Entonces me decía que yo no era turista, que esa era la ciudad donde
había nacido, dónde pasé la adolescencia, dónde me casé y nacieron mis primeros
hijos, como si con esa explicación fortaleciera mis raíces. Alguien me había
dicho “a pesar de que corten los yuyos siempre quedan las raíces”. Sin embargo,
eso no servía de mucho para calmar mis duendes sombríos, y trataba de elaborar
un discurso político del retorno; pero la familia y los amigos me observaban
sorprendidos cuando comentaba mis ideas de lo que se podía hacer dentro de esa
nueva e incipiente democracia, porque hasta allí, nuestras democracias eran
siempre incipientes, con más de nuevos deseos que de madurez o experiencias.
Unos meses antes me ilusionaba imaginando a la gente que me abrazaba y
abría sus puertas para cobijar al hijo pródigo que regresaba luego de un exilio
forzado. Recuerdo, que hasta pensaba en el momento en que me cruzaría en los
pasillos universitarios con el estudiante que me denunciara y la respuesta que
le daría, justificándole sus miedos de no contradecir las instituciones
gobernantes de la época. Pero, entre la imaginación y la realidad siempre hay
un vacío. El estudiante ya era profesor y me acusó de ser culpable de los
gobiernos militares que se habían vivido, sostuvo que actitudes como las mías
habían servido para mantener la dictadura en el poder, y la gente me daba
consejos de continuar en el exilio, ya no por razones de seguridad sino porque
el país estaba destruido y no valía la pena volver: “No tienes idea lo que se
está viviendo, estás lejos y las cosas no te tocan, no hay trabajo y la
inflación es grande. Vos ves las cosas de otra manera porque no vives más en el
país”.
A la semana siguiente la sensación continuaba enquistada, tenía que
vencer ese estado anímico antes de que me separase definitivamente de mis
raíces provincianas o me volviera loco. Debía enfrentar el regreso de otra
manera, tratando de luchar contra un pasado que agonizaba en mis recuerdos y
que debía recuperar; pero ya nada era como quince años atrás. La evolución de
la ciudad no se había detenido en mi ausencia y eso aumentaba mi vacío. La
memoria sería lo único que me permitiría rescatar las vivencias perdidas.
Entonces decidí salir a recorrer la ciudad con otra actitud.
Tomé el ómnibus y me dirigí al
centro, pero tuve que preguntar al chofer dónde debía descender para ir hasta
el lugar que deseaba, porque hasta el recorrido del transporte había cambiado.
Luego me encaminé en dirección a la Pizzería San Luis que, por fortuna, todavía
continuaba existiendo y a pesar que se encontraba cerrada por la hora, me
alegré de tener un punto conocido de referencia. Continué caminando sin rumbo.
A veces buscaba los negocios que habían sobrevivido a mi ausencia y, a otras
tantas, observaba las personas procurando identificar rostros familiares o
simples gestos conocidos que hubiera conocido años atrás; cuando creía lograrlo
me sentía contento, pleno de dicha, como si le hubiera ganado una partida a la
nostalgia y concluí por entrar al bar La Cabaña del Tío Tom en la calle 25 de
Mayo. Era el doblete de mi adolescencia: el cine Odeón y luego un licuado de
banana con leche acompañando un enorme pancho caliente.
Estaba en el bar bebiendo un
licuado de banana con leche cuando lo vi entrar. Era un hombre que aparentaba
tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años máximos, pero tenía más de
cincuenta y cinco. Un bigote al estilo Alfredo Palacio le daba un aire de
soberbia, su tez bronceada y su vestimenta de marcas europeas lo identificaban
dentro de una clase social holgada, su expresión me resultó conocida. Fue un
instante de ansiosa búsqueda que expresé hasta lograr ubicarlo en mi memoria,
habíamos sido compañeros de escuela en el establecimiento La Chacra, como
solíamos decir por entonces al colegio secundario Deán Funes. Cuando pasó por
mi costado le salí al encuentro.
- ¿Hugo Busso...?
Al principio me miró desconcertado, yo lo hice fijamente, directo a sus
ojos, procurando hurgar en su interior. El dio la impresión de hallarme un aire
familiar, pero dudaba. Quince años de ausencia terminan por cambiar nuestra
apariencia exterior y, con Hugo Busso, hacía treinta años que no nos veíamos,
tal vez por eso respondió un poco desconfiado.
- Sí, efectivamente...
- ¡Soy Pablo Ramallo! Fuimos juntos al secundario -expliqué rápido
orientándolo en sus recuerdos. Entonces me reconoció, me abrazó espontáneamente
y nos sentamos en la misma mesa donde yo ya estaba ubicado, para rememorar
anécdotas de nuestra adolescencia.
Si mi pasado pretendía morir sepultado en el tiempo, yo no estaba
dispuesto a permitirlo, pensaba luchar para aferrarme con ese encuentro
fortuito que venía a revivirlo. El destino había venido en mi ayuda y me sentía
feliz.
Hugo comentó que se había casado hacía un montón de años y tenía un
puñado de hijos. Era profesor de filosofía en una universidad privada y la vida
parecía sonreírle sin grandes problemas a pesar que se quejaba de los salarios
indecentes. Yo estuve por explicarle que en Europa los filósofos argentinos
trabajan como mozo de bar o limpiando barcos junto el Sena, pero no dije nada y
me limité a escucharlo. Después quiso saber sobre mi existencia. Cuando lo
preguntó sentí una sombra invadir mi interior. Pensé, que si le comentaba que
vivía en Europa y que los últimos quince años había estado viajando de un lado
para otro, seguro me haría sentir extranjero como lo hacían todos. El se
interesaría más por conocer costumbres y culturas de los países que yo había
visitado, no continuaríamos más hablando de nuestras cosas, aún cuando en esa
época eran demasiadas antiguas. Tampoco yo tendría la autoridad para hablar del
país ni de la ciudad ni del Club Racing, mis palabras no tendrían credibilidad
para dar cualquier opinión. Un extranjero puede recrear un evento, asentir o no
a una posición local, interrogarse por acontecimientos o resultados, mostrando
el punto de vista lejano que da la distancia, pero nunca podrá juzgar lo
acaecido como un testigo histórico, como quien los ha vivido.
La ciudad ya había construido su historia sin mi presencia y me hacía
sentir mal; entonces decidí mentir. Mentir para salvarme, para sujetarme a esas
raíces que estaban cortándose con el tiempo e inventé una historia que pudiera
justificar la ignorancia de los hechos acaecidos durante mi ausencia, pero que
no me descartaría de la vida de la ciudad. Dije que vivía en un pueblo llamado
Paraná de la provincia de Entre Ríos, allí había instalado una ferretería
atendida, en ese momento, por mi hijo mayor ¿Y mi esposa? ¡Bah...! Mi esposa
era una mujer simple, de la casa, que primero se había ocupado de los hijos y
más tarde de los nietos ¿Para qué explicar su profesión de diseñadora de una
casa de moda en París? Tampoco lo hubiera creído por mi condición de simple
ferretero. Seguramente Hugo pensaría para sí mismo "¡Bastante campesino!".
Después de todo era lo que siempre pensaban los capitalinos de la gente del
interior.
La mentira era infantil, pero Hugo Busso creyó la historia. Se interesó
un poco por la problemática del comercio, por la crisis de abastecimiento y por
la mala política de mercado exprimida en los últimos años. Por primera vez no
me sentía extranjero en mi tierra y podía reconstruir un pasado tan caro a mis
sentimientos sin el hecho de tener que cotejar todo con los sistemas de otros
países. Hugo me habló de su trabajo, de sus hijos y hasta me narró una relación
simpática, extra conyugal con una peruana, colega de trabajo. Fue allí que
decidí incorporar un nuevo elemento a mi mentira, mostrando curiosidad por el
pasado. Y, de manera inocente, interrogué.
- ¿Te casaste con Lily?
- ¿Qué Lily...?
- Aquella piba que conocimos en un baile de Río Ceballos y que después
salió contigo – Lo dije tratando de refrescar su memoria.
- ¡Sí que me acuerdo! Pero nunca hubo nada entre nosotros, al menos en
aquella época... -respondió entrando en un mundo de reminiscencias que no podía
ocultar. Acaso no iba a agregar más nada, pero sus pensamientos florecieron de
golpe y sonrió con el placer individual de los recuerdos. Entonces comentó- Fue
una historia curiosa. Un día desapareció y me enteré que se había casado con un
tipo que la llevó a vivir a Europa. No volví a verla hasta varios años más
tarde.
- ¿Vos la querías mucho?
- Más que quererla, la deseaba. Ella lo sabía y jugaba con esa
situación.
- Afortunado el hombre que se casó con ella. Era linda mujer... –dije.
Tal vez porque el bar de pronto había quedado vacío, el silencio que se
produjo se extendió entre nosotros lleno de recuerdos renovados. Lily Rodríguez
revivía un pasado lejano y Hugo Busso pareció continuar en su universo, sólo
algunos gestos incomprensibles se dibujaban en su cara, como tratando de poner
orden en ese pasado que también él mismo revivía. Puede ser que por eso, sin
consultarme, solicitó dos cafés al mozo del bar, evitando que nuestro encuentro
pudiera darse por finalizado sin haber terminado de evacuar lo que tenía
adentro. Y comenzó a evocar :
- Cuatro o cinco años más tarde la volví a ver, fue cuando Lily vino a
visitar a su familia. Salimos un par de veces a comer y lo que tenía que
suceder sucedió...
- ¿Cómo lo que tenía que suceder sucedió? ¿Te referís a Lily Rodríguez?
-interrogué nervioso, porque dentro de mí algunos pájaros oscuros revolotearon
sin horizonte.
- ¡Y sí...! Nos transformamos en amantes de paso. Cada vez que ella
regresaba para visitar a su familia me hablaba por teléfono y nos volvíamos a
encontrar -Lo dijo sin procurar dar una connotación importante al hecho, pero
pareció reflexionar un poco más y agregó- Lo nuestro no podía tener futuro,
ambos éramos casados y no estábamos dispuestos a modificar una vida ya
construida. Esa relación duró diez o doce años, hasta que nos alejamos para
siempre y no volví a verla más. Creo que terminó instalándose en Roma.
Largué una carcajada sin motivo que no supe explicar. Es posible que
Hugo haya sentido mi risa por su historia clandestina de amor, de esa relación
que habían tenido en episodios con la bella Lily, o por el miedo de los amantes
de no confrontarse a otra manera de vida. Lo cierto es que me miró absorto o
desconcertado. Luego, él también se puso a reír, pero no comentó nada.
Lily Rodríguez había sido una especie de diosa profana en nuestra
adolescencia. Yo la consideraba mi primer amor juvenil. Al principio, pasábamos
la mayor parte del día los tres juntos, íbamos al cine, al baile o nos sentábamos
en el umbral de la puerta de su casa todas las tardes; después Lily comenzó a
separarnos. Las salidas se volvieron de a dos, situación que nos llevaba a
creer que ella estaba enamorada del otro, y entre nosotros se produjo una
disputa no dicha. Entonces nos fuimos apartando poco a poco hasta que dejamos
de vernos definitivamente, pero siempre unidos por el puente que representaba
Lily.
Un día tomé coraje, le dije que estaba enamorado y con Lily nos
volvimos novios de plazas en penumbras y de pasillos solitarios. Otro día le
pregunté qué pasaba con Hugo, pero ella respondió con una carcajada y yo me
quedé con un aire de idiota como si me hubieran interrogado por la teoría
evolucionista de Darwin o el teorema de Castillón. Yo terminé insultando mentalmente
a Hugo, diciéndome que a un amigo no se les hacía eso. Algunos meses más tarde
me repetía lo mismo, que a un amigo no se le hacía eso, y corté con Lily aún
cuando ya había aprendido a quererla y que me costaba olvidar lo que ya había
aprendido.
El bar continuaba casi vacío y se prestaba a las confidencias. Acaso
por eso fue que Hugo Busso me explicó de manera cómplice su relación con ella,
con la satisfacción de una venganza tardía o la complacencia de quien podía
compartir un secreto con alguien que también conoció a Lily.
Hugo estaba feliz, exteriorizando su triunfo sin ningún reparo, porque
él representaba la vida conquistada a todo nivel, una familia sólida, una
profesión brillante y el sabor dulce de haber tomado posesión del cuerpo tan
deseado de nuestro amor de adolescencia. Para mí fue diferente, algo se había
quebrado en ese pasado al cual me ataba y una duda me atravesó el pensamiento
como una flecha ¿Hasta qué punto el pasado podía influenciar el presente? ¿Qué
era el destino sino la concreción de lo fortuito? Esa mañana yo había salido
para remontar el tiempo, avivar la memoria, revivir antiguas vivencias que me
sirvieran para comprender mejor la vida, pero ¿de dónde me venía esa necesidad
de hurgar en el pasado, como si buscara allí un punto de apoyo para saltar
hacia el futuro?
Estaba en pleno cabildeo existencial cuando Hugo Busso me interrumpió
para completar el panorama idílico de su aventura y que, a lo mejor, para ellos
también había sido una necesidad de amar y ser amados.
- Lily era una buena amante, y si algún día la vuelvo a cruzar trataré
de retomar esa relación magnífica que vivimos, tan salvaje como secreta- dijo a
modo de conclusión. Pero ya había algo en sus palabras que manchaban cualquier
sentimiento y me cansé de escuchar su confesión triunfalista. Me levanté sin
haber finalizado el café y decidí volver a casa ya cansado de la ciudad, de sus
anécdotas y de todos los antiguos amigos que no había llegado a ver.
Tomé un taxi, porque fue como si el tiempo comenzara a urgir en mis
entrañas, ya estaba cansado de mi ciudad, deseando regresar de nuevo al exilio.
Cuando entré en el comedor de casa, mi hijo me ofreció un vaso con vino como
aperitivo y luego mi mujer se acercó a nosotros trayendo un plato con fiambres
y quesos cortados en pequeños cuadraditos. La contemplé fijo y un torbellino de
preguntas se acumularon en mi mente; tal vez tuve deseos de comentarle mi
encuentro con Hugo Busso, el compañero de la escuela secundaria, no sé. Acaso a
veinticinco años de matrimonio uno podía continuar enamorado de su esposa aún
cuando el amor muchas veces duele en la espalda. Recuerdo que la miré hasta con
curiosidad, pensando que cuando se corta con el pasado, recuperarlo se vuelve
una actitud desesperada y no siempre es mejor que la sensación de sentirse
extranjero en su propia ciudad. Mi esposa mantenía aún los restos de su belleza
pagana y salvaje, la soberbia que fabrica el conocimiento del mundo y su
profesión liberal. Tuve ganas de reír. O acaso de llorar, no lo sé. Pero ella
sintió mi mirada que buscaba inquisidoramente el corazón de sus pensamientos y
me preguntó.
- ¿Qué te sucede? ¿No te sentís bien...?
- No es nada Lily... no es nada...
¡Ya pasará!
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