por Juan
Carlos Alarcon
Con el tiempo me
fui acostumbrando, bastaba hacer 35 pasos, subir 23 peldaños, adjuntarles 38
pasos más y al final, a la izquierda de mi ruta, se encontraba la puerta
cuidadosamente cerrada que separaba dos universos distintos : el de la
imaginación y el de las realidades concretas.
De un lado,
estaba la realidad de un mundo cruel, una especie de guerra permanente entre el
saber y la ignorancia, entre la comunicación y la desconfianza, entre la
circunspección de los adultos y la vivacidad de los adolescentes.
Ese universo lo
cruzaba todos los días y todos los días me protegía de esos adolescentes, que
me observan recorrer la sala de los pasos perdidos con unas ganas locas de
triturarme, de hacerme triza como se podía ver en sus ojos, porque ellos
también me consideran responsable de la herencia del caos social que les
dejaron. ¡Paradójicamente, les doy la razón !...
Con el correr del
tiempo aprendí también a protegerme de los adultos que me observaban
desconfiados. Ellos sospechaban que ese no era mi lugar, que yo era una especie
de quinta columna, de vaya a saber qué horda de marginales, un poco como esos
seres salidos de la imaginación apocalíptica de los filmes de Spilberg. No
obstante, los adultos respiraban mejor la desconfianza y me sonrían por
cortesía.
Ellos estaban
para atacar con sus conocimientos a esos adolescentes que se atrincheraban
contra los muros o que restaban sentados en la escalera del hall de entrada
esperando que suene el clarinete que los llevase al combate cotidiano. Los
adultos estimaban que eran ellos los propietarios de un discurso estatuido,
correcto y sano. ¡Y paradójicamente, también les doy la razón!...
Con el correr del
tiempo, investidos en un abanico de estados anímicos, los unos y los otros se
protegían con heroísmo de quienes parecían ser sus enemigos. Los unos
pretendían mostrar que eran más fuerte que los otros. Pero, en realidad, creo
que ellos se protegían más bien de gente como yo, que, con un aire gracioso,
con una sonrisa entre los labios y una mirada melancólica construida en las
incompatibilidades de la vida representaba para los adolescentes la trampa de
los adultos. Y, para los adultos, yo representaba la complicidad de los
adolescentes. Todos los días yo sonría a los unos y a los otros con una enorme
piedad, puesto que todos los días me prometía solemnemente ser amable y
cordial.
Yo cruzaba a pié
las fronteras de mi barrio para ir hasta la escuela secundaria, con el único
pasaporte de quien gusta morder la existencia deleitable de lo cotidiano. Todos
los días, yo llenaba mis bolsillos de esperanzas y silbando como un jilguero
casto, finalizaba por abrir ese universo borgeano cerrado a doble desconfianza.
Del otro lado de
la puerta había un mutismo de objetos latentes: casi seis mil historias
vivientes y perspicaces que adormecían metódicas y repertoriadas entre las
estanterías cuidadosamente ordenadas.
Sobre la puerta,
del lado del universo real, estaba escrito en grande: CDI. Un Centro de
Documentación y de Información del liceo sin que nadie sepa exactamente lo que
eso quería decir. Muy pocos sabían qué tipo de documentación existía allí ni
quién hace circular la información. En el mejor de los casos, todos pensaban
que era un centro para recibir los alumnos a causa de la ausencia de una sala
especializada o por el simple desconocimiento de la noción de la palabra
pedagogía.
Visto de esta
manera, la puerta entre los dos universos era un regulador entre la sabiduría
de los adultos profesores y la incompatibilidad de ser jóvenes, dentro de un
régimen dictatorial donde el saber se construye industrialmente. Y, como en
todo sistema dictatorialmente democrático, la democracia de la enseñanza
pública estaba llena de incomprensibles.
A veces,
continuaban a denominar el CDI : “la biblioteca”, atados a antiguas
reminiscencias románticas, como si el pasado fuera mejor que el presente y el
futuro fuera la incertidumbre de un caos que los adivinos incorporan en el
tarot de la “4° tecnológica”. La clase donde van a parar todos los chicos rebeldes.
Con el correr del
tiempo, esas anomalías se acentuaban aún más y los unos y los otros me
observaban con aire insólitos, absortos, como si yo fuese el chiflado guardián
de vientos. ¡Y paradójicamente, les daba la razón !....
Del otro lado de
la puerta, en el sector interior, había un mundo imaginario, mágico en su
esencia y profano en su mensaje moralista. Parado desde la puerta, y mirando
hacia el interior, uno descubría a la izquierda los armarios murales con
volúmenes de gestión del tiempo perdido, de administración de empresas que
ninguno administraría y de economía de almaceneros explicando la globalización
de la mortadela. Luego seguía una especie de biblioteca vitrina donde estaban
exhibidas 28 revistas en 4 idiomas diferentes. Inmediatamente, le seguía la
torre de control, compuesto por un gran escritorio en forma de L, donde la
desconfianza era la madre de la seguridad que renacía de sus cenizas como el
ave Fénix cada diez segundos, puesto que allí se aprendía hacer confianza a los
unos y a los otros desconfiando de todos al mismo tiempo.
Parado desde
allí, desde las puertas internas de vidrio y observando hacia la derecha de la
sala, se podían ver otros armarios de cinco niveles, apoyados sobre las
paredes, con manuales escolares y anales llenos de diversos ejercicios.
Catálogos con ejercicios rápidos de algunos años escolares anteriores y recetas
mágicas para finalizar el bachillerato sin estudiar. En ese punto, la sala
giraba bruscamente más a la derecha para tropezar sobre la puerta del escritorio
de una orientación profesional que nadie profesionalizaba.
El CDI estaba
construido en forma de semicírculo, en una perspectiva de fuga casi tocando las
ventanas. Allí estaban acomodadas 4 largas bibliotecas de doble exposición,
para que los autores se defiendan de los invasores, apoyándose espalda contra
espalda. En el centro de la sala, del lado derecho, se elevan otras dos
bibliotecas de 5 comportamientos. Sobre la izquierda, y en el centro mismo del
corazón de vigilancia, también había otra biblioteca con tres compartimentos.
En el medio del local, más tranquilamente, estacionaban las últimas estanterías
compuestas de cuatro especialidades diferentes. Todos los muebles tenían la
misma altura y todos fueron apuntados sobre cinco niveles, creando pasajes
entre las paralelas.
En el Centro de
Documentación y de Información cohabitaban 2 482 autores sobre el sudor de 19
420 títulos.
Entre la torre de
control, los armarios, las bibliotecas, los pasajes y la puerta de entrada
protegida por un policía electrónico, se dispersaban 17 mesas rodeadas de 63
sillas silenciosas aún cuando estaban invadidas por la insolencia de esos
adolescentes que quieren restar adolescentes, por esa manía que tienen de
atarse a su edad.
La distribución
de muebles no era casual. Los libros se abrazan entre las estanterías con una
ternura metódica y parecían dormir como bestias salvajes, esperando que alguno
se acercase para devorarle la ignorancia. Esas bestias se burlaban de los unos
y de los otros.
En el corredor de
la derecha, los historiadores remaban sobre el océano del pasado en
interpretaciones científicas y, generalmente, hipotéticas. Del lado izquierdo,
jugaban a la payana los fabricantes de sueños y parpadeaban nerviosos entre las
novelas que iban desde lo fantástico de
sus elucubraciones delirantes al materialismo del pensamiento humano; parecía
que esos fabricantes de imágenes se quejaban por no haber sido jerarquizados en
el bulevar de los filósofos, de los psicoanalistas o de los sociólogos. Un solo
personaje, el Juanca, el provinciano argentino escapado de la debilidad de un
novelista, sonreía excitado sobre sus cuatro volúmenes de historias insensatas
y de consejos pedagógicos que nadie leería.
Allí, todos los
libros se encimaban cariñosamente según el orden que le diera la torre de
control. Pero también estaban los novelistas, que pudieron cruzar la sala y
desayunaban, a caballo, en las bibliotecas subordinadas a los grandes autores
y, a veces, en un equilibrio caprichoso producido por la incomprensión
intelectual y que seguramente Gabriela lo hubiera puesto en otro orden. Sin
embargo, Balzac que conocía bien la gente por haber escrito “La comedia humana”
y Pagnol, el campesino, tenían gestos de desenfados por no haber sido
recompensados en la prestigiosa avenida de la literatura francesa, sobretodo
porque ellos sabían que había inmigrantes que se infiltraban en su lugar. El
alemán Hôlderlin se hacía el idiota y silbaba mirando a los otros poetas. Los
poetas sabían muy bien que en la galería vecina, la de bellas artes, no había
racismo y todos los artistas cohabitaban sin ninguna dificultad. Picasso
discutía de política con Manet, mientras Miró escuchaba las aventuras místicas
del colorado Van Gogh.
Todas las
mañanas, yo cerraba la puerta del CDI delicadamente para evitar que se
mezclasen los intereses de los dos universos, según las instrucciones
explícitas y concretas de la torre de control: mi jefa.
Sin embargo, cada
mañana cuando llegaba yo tenía una actitud diferente. Me detenía para saludar a
mi colega de trabajo: el policía electrónico y que su tarea consistía en
prevenirme con un grito agudo cuando un autor pretendía fugarse debajo de algún
brazo al baño del exterior sin la autorización de la torre de control.
Luego de saludar
a mi colega electrónico, yo improvisaba. Si pensaba en los ojos gris-verdes de
Jessie, la hermosa profesora de historia, penetraba por el corredor de la
derecha para compartir con los historiadores la complicidad de un exquisito
placer. Pero si cuando entraba a la escuela me encontraba con la sonrisa
seductora de Caroline, la profesora de economía, yo arrancaba por la izquierda
acariciando las publicaciones “Alternativas Económicas”, “Problemas Económicos”
y las mentirosas estadísticas del INDEC. En cambio si me cruzaba con el “buen día”
cosmopolita de María Magdalena, entraba en diagonal hacia los autores
extranjeros. Y si, por casualidad, me había cruzado con la elegancia refinada
de Sonia, la profesora de informática y siempre enfrascada en su microcosmo de
nuevas tecnologías, entonces pasaba directamente hacia la torre de control para
poner en funcionamiento la computadora, dónde se encontraban prisioneras las
almas de todas las obras y los deseos voluptuosos de los autores profanos
puesto que, cuando la profesora de informática me miraba, ella lograba mezclar
aún más en mi cabeza todos los iconos ya mal acomodados desde mi nacimiento.
No obstante,
cualquiera fuera mi manera de entrar, yo siempre terminaba en la torre de
control antes que la comandante, jefa de la biblioteca, me criticara la libido
de mi origen indio. ¡En la torre de control estaba terminantemente prohibido
tener fantasías extrañas!... Entonces yo me servía un café para calmar mis
pensamientos epicurios y me preparaba para recibir la inminente invasión de los
intrusos.
En general, los
primeros intrusos eran los adolescentes que, a fuerza de ternura salvaje y de
gritos cariñosos, terminaban por aprender que la puerta debía mantenerse
siempre cerrada y que la educación también transcurría por la avenida de la
cortesía, con un “buen día” sonriente enarbolado como bandera de guerra.
Los segundos
intrusos eran los otros que sádicamente caminan murmurando entre dientes el
complot que preparaban contra los primeros intrusos. Ellos no sabían cerrar la
puerta y, muchas veces, hasta olvidaban en la sala del saber el valor de los
buenos modales. Ellos terminaban por ensuciar el interior de ese templo mágico
con su imagen inexorable del exterior. Y sin embargo, a los adultos no tenía
que decirles nada, apenas debía sonreírles: ¡Consensus omnium !...
Parado sobre el
escritorio de la torre de control me preparaba a atacar lo cotidiano. Con el
ojo izquierdo miraba las sillas silenciosas donde se sentía un aire a la
respiración nerviosa de los incomprensibles, y, con el ojo derecho, vigilaba a
mi colega: el policía electrónico que tenía la costumbre de cansarse rápido y
termina quejándose con sus sonidos metálicos. Este ejercicio físico era más
complicado que tratar de casar los teoremas de Pitagora y de Castillón en la
municipalidad de las aritméticas. Entonces yo debía subir mis anteojos sobre la
cabeza para agrandar el campo de visión, aun cuando sabía que mi comandante
pensaba, que eso era una simple coquetería intelectual mía y que me
caracterizaba como seductor de profesoras en necesidad de afecciones.
En el CDI se
desconfiaba de los adolescente, de los adultos, de los empleados
administrativos, de los celadores, del portero y hasta se desconfiaba del
propio cacique, que de tanto en tanto aparecía en gira triunfal cerrando las
manos de los unos y los otros como buen político en campaña electoral. Había
quienes murmuraban que el gran cacique ya acumula tres empleos diferentes en
contra de las leyes de rigor. Yo siempre me dije que en el siglo próximo se lo
iría a preguntar directamente aún cuando me acusase de sindicalista y me
mandara a la enfermería por meterme en cosas que no debía.
En el CDI, en la
torre de control todo era explícito: había que sonreír y saber observar
atentamente, puesto que un ojo advertido vale más que un chocolate azucarado.
El delirante
profesor de filosofía me criticaba porque él debía trabajar el doble y yo me
rascaba detrás de la cabeza sonriéndole a las adolescentes. Pero yo estaba
orgulloso de ese trabajo puesto que me había convertido en el rey de la
encuadernación de libros. La torre de
control lo reconocía y me recompensaba a menudo con dos galletitas de cereales,
un caramelo dietético y un café descafeinado porque mi jefa siempre estaba a
dieta, y si tenía suerte hasta podía escuchar su risa cristalina cuando trataba
de explicarme sus regímenes para adelgazar mientras se dormía. Otras veces
venía el profesor brasileño para discutir conmigo la pedagogía del fútbol o,
Víctor el anarco, con sus irónicas matemáticas y que le encantaba preparar
centenares de ejercicios incomprensibles desde el día que descubrió que era una
manera simple de ganar la tranquilidad con los adolescentes.
La comunidad
educativa se encuentra en el Apocalipsis de una sociedad mutante, yo lo sé,
todo el mundo lo sabe, pero pareciera que nadie lo comprendía. Parecía ser que
antes los jóvenes se peleaban con los puños cerrados y que hoy lo hacen con
cuchillos. Parecería que antes no existía la violación y que se pedía
autorización a los padres para hacer el amor con sus hijas. ¡Parecería!... Pero
yo todavía conservo la cicatriz de una cuchillada en mi estomago, una herida en
el brazo y en la pierna de dos balas y tengo una amiga que todavía no digirió
una violación de un vecino hacía ya 17 años, durante el periodo de la
insurrección sexual. No obstante, un amigo diputado que se sienta sobre la
cultura trató de explicarme la metamorfosis de la sociedad. Lo hizo durante
cuatro horas casi hasta la madrugada; en todo caso fue hasta que el whisky
desapareció de la botella y que yo no llegué a saber ni siquiera mi
nacionalidad.
Aparentemente,
los unos han perdido sus puntos de referencia como quien pierde los zapatos y
los otros olvidaron que los axiomas estaban impregnados de lógica. Archímede,
que se tuerce de risa colgado en el trapecio de las matemáticas, estaba allí
para atestarlo.
Sin embargo,
siempre había un neófito que repetía que la violencia era parte de la cultura
humana y que la angustia dominaba más que el amor. Pero yo que soy un
“analfa-bestia” tengo que reconocer solamente dos cosas que me angustian en la
vida: la primera, es la injusticia de cualquier color que fuere. La segunda, es
cuando Georgia, mi novia adolescente, me mira fijo a los ojos con su mirada
marrón clara abriendo ligeramente su boca en un gesto de sorpresa porque yo ya
había comido en la cantina del liceo y ella me esperaba con un pollo a la crema
inglesa. En esos momentos, sentía que todo mi cuerpo temblaba de emoción y que
hasta mis medias se sonrojaban. Entonces, me angustiaba a causa del origen
indio de mi concupiscencia, porque ella se había enamorado sin querer
enamorarse de su profesor particular y tenía la marca en el orillo de “te
quiero para mí sola” como las mercaderías de lujo en las vitrinas de la
Galerías Lafayette de París.
A la torre de
control no le gustan nada mis incursiones al universo de las realidades
concretas. A lo mejor, ella tenía miedo que el síndrome de los unos y los otros
me contamine. Y paradójicamente, le doy la razón !...
La contaminación
es un virus social que produce la transformación del cerebro y, hasta pareciera
ser que hace tanto mal como las vacas locas o la fiebre aftosa. Papá Freud,
sentado en el sillón de los intelectuales perversos, trataba a menudo de
encontrarme un justificativo sin darse cuenta que mi libido se desbordaba sobre
mis anteojos.
Con el correr del
tiempo, en el liceo me acostumbré a autocensurarme, mirar sin ver, a escuchar
sin oír, a aprender sin comprender. Y, cuando el timbre automático de mi
estómago me señalaba que ya era mediodía, procuraba saber humildemente si yo había
logrado quedar intacto en ese campo de batalla. Entonces, retornaba sobre mis
pasos, descendía la escalera silbando ante la mirada escandalizada de los
celadores y la sonrisa admirativa de la bella profesora de historia. Desandaba
los 35 pasos que me separaban de los portones de entrada y cuando salía a la
calle respiraba con fuerza el aire de la inepcia.
Luego caminaba
tranquilo por la acera, entre los unos y los otros, porque afuera de dónde se
fabrican los seres humanos, ellos llegan a cohabitar menos separados y menos
constipados. Entonces, pensaba en Jorge Luis Borges que pasó la mayor parte de
su vida entre los muros de una biblioteca nacional. A veces, él solía decir que
los libros eran materias sublimes. Y yo
le creo, porque él era ciego... y yo
estúpido de nacimiento.
De todas maneras,
cada que salgo de liceo para regresar a mi casa, respiro profundamente el aire
folklórico de la estación de depuración de aguas servidas y, allí, en ese
momento preciso, sabiendo que mi inglesita adolescente me espera con un pollo
con salsas dulces, siempre siento la importancia de ser un enorme e
insignificante bibliotecario en el liceo del barrio vecino y me creo Borges
esperado por su secretaria que nunca supo hacer de comer. La biblioteca tiene
un sistema perfecto, inventado para ocultar esos viejos profesores decrépitos
en una sociedad de conversión y estudiantes que no se interesan por autores con
anteojos. Entonces, como al descuido, yo meto las manos en los bolsillos para
tocar mis testículos y verificar si todavía se encuentran en su lugar puesto
que “errare humanum est, credo quia absurdun !...”