Juan
Carlos Alarcón
Acaso porque yo
era muy pequeño cuando el viejo se murió, alguien me había dicho que el abuelo
se había cansado de vivir cuando recién rondaba los ciento seis o ciento siete
años y que había sido un viejo empedernido. También me habían dicho, que cada
vez que veía pasar un tren de carga sin poder treparse, comenzaba a saltar como
un jilguero enjaulado. Lo cierto es que la leyenda del abuelo fue creciendo con
los años y se decía que había viajado mucho y tenía recorrido el país hasta los
cuatro puntos cardinales. Alguien más, había agregado que por todos los pueblos
donde él había pasado, siempre quedaba una mujer llorando de abandono junto a
puñados de chicos que no podrían comprender nada. Pero, en realidad, nunca supe
si esa historia la creí del todo porque tampoco recuerdo que haya golpeado
alguna vez, a la puerta de casa, gente
extraña que pudiese hacerse pasar por miembro de la familia. Sin embargo, lo
que muchas veces escuché y que a menudo lo creí, fue que yo había heredado del
abuelo esa vocación peregrina y esos deseos locos de poder penetrar
profundamente en las entrañas mismas de la distancia, aún cuando yo no era como
él que iba dejando mujeres y niños a rolletes detrás suyo, ni tampoco me fui
trepando a los trenes de carga seducido por el murmullo de los viajes. La mía
era otra manera de viajar, yo me sentaba frente a la ventana de mi cuarto y me
dejaba trasladar hacia mundos desconocidos. Era desde allí que yo partía para
recorrer los territorios de una fantasía que ya no tenía casi límites. No
obstante, entre mi abuelo y yo, estaba mi padre.
Mi padre, a los
setenta y pico de años, todavía no se había cansado de vivir y solía decir que
la vida recomenzaba siempre sobre cada instante del día, que era una cuestión
del espíritu y del cariño con que se podían hacer las cosas. El no se cansaba
jamás de admirar el sol al igual que los días nublados, contaba las estrellas
de cien en cien y endulzaba sus mates amargos con las caricias de mujeres
alquiladas, y todo, porque la suya se había ido a vivir desde muy joven a un
jardín de cruces enumeradas.
Mi padre tomaba
invariablemente su plato de sopa todos los mediodías y luego se recostaba para
hacer una buena siesta y, así, reponer sus energías ya que por las tardes solía
jugar a la pelota con sus sobrinos o sus nietos. Parece ser que él también
había viajado mucho cuando joven, pero sólo lo tenía hecho por la provincia y
en algunos pueblos -solía comentar- también creía haber dejado ciertas mujeres
llorando en los caminos. Sin embargo, a los setenta y seis años ya no podía
continuar viajando y apenas podía emigrar por las calles de su barrio,
saludando a las vecinas cuando sus maridos se encontraban ausentes.
Una vez por mes,
mi padre se armaba de coraje y se aventuraba hasta el centro de la ciudad para
cobrar su magra jubilación de ex empleado provincial. Allí lo festejaba
tomándose un chocolate caliente con churros y después se remataba con la
quiniela donde expendía la mitad de su jubilación. Entonces, él era feliz,
porque amaba el juego tanto como a las mujeres y con ninguna de las dos cosas
parecía haber tenido suerte. Pero eso a él no le importaba demasiado y
continuaba su vida promoviendo su filosofía: "Todo lo que se hace por amor
no muere nunca".
Recuerdo que mi
padre cumplía años por las primeras semanas de noviembre, pero siempre empezaba
a disfrutar de su aniversario desde los primeros días de julio. No era que
bebiese, el alcohol nunca le había llamado la atención, sino que era su revancha
adelantada por los años que iba ganando sobre su espalda. De tanto en tanto,
solía mirar hacia algún punto del horizonte y murmuraba palabras
incomprensibles. Sin embargo, yo podía imaginar que estaría repitiendo algo así
como: "Te jodí otro año mi viejo, lo lamento por tus ganas de
llevarme..." Esa era su pequeña revancha que parecía gozar de buenas
ganas, sin importarle el lugar donde pudiese encontrarse.
Muchas veces, mi
padre intentó enseñarme el sabor voluptuoso de la libertad, como si pretendiese
impregnarme del aire peregrino del abuelo, y me repetía infinidades de veces
que a la vida había que aprenderla a respirarla sobre el polvo de los caminos,
para poder sentir las sensaciones palpitar dentro del cuerpo. Yo no sé si lo
aprendí, porque el mundo lo fui descubriendo en la biblioteca municipal y un
día me encontré que me resultaba más fácil escribir las sensaciones que
vivirlas. Recuerdo que mi padre reía a carcajadas cuando destapaba algún poema
olvidado sobre la mesa de la cocina y a veces decía: "Un poema no vale
gran cosa si adentro no hay un alma que palpita. Detrás de la puerta está la
vida y esa sí que es una poesía que puede hacernos sacudir las emociones. La
vida es una poesía que embriaga como el buen vino, por eso no hay que atragantarse".
Entonces yo lo
observaba y me sonreía.
Si él fue o no un
buen padre, en el término que dicen los psicólogos, tampoco lo sé. Pero si sé
que fue un gran amigo y que siempre estuvo presente en los momentos más
importantes de mi vida, nunca fue egoísta en sus consejos, ni tampoco me
mezquinó la otra mitad de su jubilación cuando yo la necesité, ni las amigas de
sus amigas que intentaban de enseñarme la ternura.
Entre mi abuelo y
yo estaba mi padre queriendo unir dos viajeros. El pasaba largas horas narrándome
las hazañas del suyo, sus aventuras enigmáticas y su permanente enamoramiento
de los trenes.
Pero, tanto me
hablaba del abuelo que un día percibí que, a medida que más entraba en los
relatos, se le iban mezclando los tantos y el pobre abuelo, aun cuando nunca se
le hubiese pasado por la mente, terminó por cruzar el océano e hizo hijos de
diferentes colores alrededor del mundo entero. Creo que yo terminé por sentir
una gran admiración por mi abuelo. En la misma época era capaz de acariciar una
mujer en China, otra en Africa y lo mismo en Bolivia y, por supuesto, también
dejó sus descendientes nacer al mismo tiempo: niños amarillos, negros y
dorados.
Acaso fue por
entonces cuando decidí escribir su historia, pero cometí la imprudencia de
hacérselo saber a mi padre que me atajó de llano, mientras explicaba:
"¡Pará carajo que el abuelo todavía no se ha muerto y viene de escribirme
una carta desde el cementerio! Me pide que le llevemos arrope de caña con queso
porque, a cada lado, tiene una vecina más seductora que la otra".
Yo reí a
carcajadas por esa ocurrencia. Ese domingo, mi padre me sorprendió en el
cementerio cuando yo llevaba para el abuelo un poco de arrope de caña con un
pedazo de queso. No dijo nada, se limitó a sonreír, él también traía un frasco
con arrope y un queso bajo el brazo. Ese día visitamos al abuelo con una
complicidad que hacía ruborizar a sus vecinas y, sentados junto a su tumba, nos
atragantamos de queso con arrope.
Después,
regresamos juntos y decidimos hacer un alto en la vivienda de doña Juana, por
cuestiones higiénicas -diría el viejo- pero como estaba llena de clientes
nosotros terminamos jugando al truco en el patio de la casa.
Debo reconocer
que a mí también me gustaba viajar desde la ventana de mi cuarto. Pero sólo fue
hasta que el destino, o hasta que una mujer sacudió sus ojos en mis tripas,
hizo que cruzara catorce mil kilómetros de océano a nado y terminara por
sentarme en otra ventana, en un país con lengua extranjera y al que nunca
terminé por comprender en totalidad. Entonces mi padre se transformó en
escritor de cartas y todos los meses me enviaba una. A veces me criticaba que
las zapatillas que me había olvidado en su casa tenían un hueco y él no podía
usarlas en invierno o en sus viajes periódicos para cobrar la jubilación. Otras
veces me escribía para contarme, que alguna mujer venía de reclamar los
derechos maritales de su hijo, poeta en el exilio. Otras tantas cartas eran
para que yo le pronosticara en francés algún número para la quiniela. Pero ya
no hablaba de su padre ni de las proezas recorridas.
Acaso porque las
noticias lejanas deben viajar mucho llegan siempre a la noche; no lo sé. Pero
me enteré que mi padre había salido a caminar por su barrio cuando de golpe se
sintió mal. O tal vez fue cuando se estaba burlando de ese nuevo año de vida, o
cuando andaría corriendo con algún marido celosos detrás de él. Lo cierto es
que se fue también a vivir al cementerio y, por hecho del azar, lo hizo al otro
lado de la ciudad de donde estaba el abuelo.
Yo creo que
lloré, hasta es posible que le haya escrito un poema en endecasílabo como para
poder sosegar mi espíritu. Han transcurrido ya muchos años y no lo recuerdo muy
bien, los recuerdos se volvieron un poco vagos. Pero de lo que sí me acuerdo
perfectamente es que mi hijo se sentó a mi lado y, sin murmurar una sola
palabra, se puso a tocar la guitarra, fue una antigua canción que siempre solía
cantar mi padre cuando estaba triste. Acaso después abracé a mi hijo y lo
terminé por mandar a regar al enano, como denominábamos la pequeña planta
bonsay que teníamos en casa. O acaso, por una cuestión de hábito, lo mandé a
estudiar para sacármelo de encima.
Algunos meses más
tarde de dicha noticia, recibí una carta de mi padre y me fijé rápido en el
sello para comprobar si venía del cementerio. Me sentí defraudado al verificar
que no era así, era una carta que llegaba con retardo por cuestión del correo.
Allí mi padre me pedía que le mandase ropa impermeable ya que andaba sintiendo
ganas de cambiar de vivienda y, a dónde él podía ir, sería una casita muy
pequeña y húmeda.
Creo que fue
desde entonces que comencé a contar a mi hijo las aventuras de su abuelo, casi
como para que él pudiese aprender a rebelarse de las estructuras formalistas y
pudiese llegar a conocer la libertad, que es una cuestión de espíritu. Creo que
también le hablé de países sin fronteras y que la ternura hay que sembrarla día
a día para que crezca dorada como el trigo. No sé si mi hijo aprendió, porque
se fue enamorando en diversos países y las mujeres lo dejaron a él. Lo cierto
es que fue algunos años más tarde cuando descubrí que se aferraba, cada vez
más, a su profesión de trapecista sobre las cuerdas de los pentagramas y por
debajo de la puerta de su cuarto, donde solía encerrarse, huían los acordes de
una música bastante rítmica construida desde sintetizadores y guitarras
eléctricas.
Al principio yo
reía a carcajadas cuando el vecino venía a quejarse por no poder dormir a causa
de los ruidos que salían de la ventana de mi hijo. Pero comencé a interesarme
en su guitarra eléctrica y en sus instrumentos parabólicos el día que arribó
otro vecino, que habitaba al otro lado del barrio, para solicitar mi
intervención porque el repertorio no le agradaba a pesar de que era una música
muy de moda. Creo que fue en ese mismo momento que me senté a escuchar sus
nuevas composiciones. Eran letras que narraban la historia de su abuelo, el
amor por la libertad y las visitas a doña Juana. Y tuve que pararle el carro en
seco, diciéndole: "¡Vos estás chiflado o tenés gorriones en la cabeza.
Pará de componer macanas que tu abuelo todavía no está muerto. Mirá, él viene
de escribirme una carta y nos pide que la próxima vez que pasemos por el
cementerio, le llevemos un litro de cola de quirquincho porque a su lado vive
una mujer muy atractiva y también pide un par de botas de goma ya que cuando
llueve se le inunda la tumba!".
(Primera publicación “La Voz del Interior”, Córdoba, Arg.
4/06/1989)
No hay comentarios:
Publicar un comentario