LA CARTA OFICIAL
Por Juan Carlos
Alarcón
Se podría decir que todo comenzó
hace una eternidad. Se podría decir que la primavera en Francia no es siempre
igual, ni tampoco son iguales sus colores. Hasta se podría añadir que el
destino de la gente es como esos pájaros otarios de las ciudades que no saben a
dónde ir. Digo esto, porque desde hace tres o cuatro años, en el barrio donde
vivo, esperamos que se efectúen trabajos de refacción en el interior de las
viviendas como en el exterior.
Vale explicar que, durante años,
habíamos realizado centenares de reuniones. Invitamos a comer a concejales, a
algunos diputados y hasta recuerdo que le hicimos ojos tiernos a un ministro
que terminó perdiéndose en las calles del barrio. También firmamos dos millones
de peticiones solicitando las tareas que, el Estado, debía efectuar en nuestras
moradas, porque el Estado se venía quejando que en este barrio se gastaba mucha
electricidad, agua y papel higiénico.
Todo estaba en ese orden: cada vez que
el Estado nos recriminaba el consumo excesivo nosotros le respondíamos con una
manifestación. Fue hasta que, hace algunos años, recibimos una respuesta
oficial donde nos comunicaban que los trabajos habían sido aprobados y que
comenzarían próximamente. Sin embargo, “próximamente” es una palabra abstracta
y nadie sabía a ciencia cierta que quería decir "próximamente" para
la administración pública.
Según la respuesta oficial, próximamente
comenzarían los trabajos, por lo tanto nosotros, los habitantes del barrio,
debíamos preparar nuestros departamentos de manera que los trabajos pudieran
efectuarse sin escombros ni molestias para los obreros contratados por el
Estado. La información era sensacional y yo abrí una botella de sidra para
festejar ese evento.
Recuerdo que algunos vecinos no creyeron
en esa carta, otros respondieron que habían votado por las nuevas autoridades y
era el deber de ellas cumplir sus promesas. En cada reunión los vecinos
expresaban sus pasiones más subrepticias. A veces parecíamos estar organizando
un conciliábulo revolucionario, una especie de reunión del año 68 en retardo.
Pero yo que no había vivido los prestigiosos momentos franceses de mayo del 68,
esas reuniones me producían una viva emoción que serpenteaba por todo mi
cuerpo.
De todas maneras, mi situación era
diferente, ningún candidato en Francia me había prometido nada porque soy
extranjero y tampoco voto. Es decir, salvo en el momento de pagar los
impuestos, yo no le intereso a nadie y menos aún al Estado.
Si pago mucha electricidad, o si
gasto demasiada agua porque una de mis novias tira dos veces la descarga cada
vez que va al sanitario ¡A joderse!... Yo estoy demás en Francia y, si no me
agrada, siempre hay alguien para recordármelo: "¿Entonces, por qué no
regresas a tu país?". Pero, cuando escucho esta metáfora, yo aplico la
política del mudo. Me quedo en silencio como buen estúpido y mirando para otro
lado me pongo a silbar un tango de Gardel, puesto que he descubierto que a los
franceses les gusta bastante la música exótica, aún cuando no entiendan nada.
No obstante soy optimista de
nacimiento y, por las dudas, desde hace cuatro años en que llegó la carta
oficial, yo instalé el horno en el medio de la cocina, al reloj mural lo colgué
al interior de un placard para que no molestara cuando pusieran las nuevas
líneas eléctricas, y ¡hasta compré un paquete de café para invitar a los
obreros que vendrían hacer los trabajos en mi casa!... Algunos vecinos se
burlaron por mi exceso de optimismo y la fecha de consumo del café, se venció
sin que llegara a abrirlo. Pero creí que si el café había perdido su gusto y su
virtud alimentaria, este conservaría un tiempo más el color de los buenos cafés
ligth.
En la carta oficial nos explicaban
que, dentro de las tareas previstas, nos cambiarían la bañadera, el inodoro, las
puertas, las ventanas y hasta nos instalarían persianas rulantes
¡Persianas rulantes...!
En Francia las ventanas son sin
postigos, salvo en las plantas bajas y cada uno las cubre con cortinas de telas
transparentes, según su propio pudor. En Francia no existe demasiado pudor por
el cuerpo desnudo y como yo vivo en un primer piso, todas las mañanas,
temprano, me distraigo observando a mis vecinas.
Debo reconocerlo, poner persianas en
las ventanas me disgustaba bastante, porque yo había descubierto que siempre
tenía una ventana cerca de mi vista.
A mi me agrada contemplar mis
vecinas a la mañana temprano. Es el tiempo en que ellas están apuradas por los
horarios de sus respectivos trabajos. Eso hace que, por prepararse más
rápidamente, toman el desayuno en ropa interior, luego entran a la ducha y,
seguidamente, salen del baño totalmente desnudas para terminar de secarse y
finalizan vistiéndose en el dormitorio a pocos metros de la ventana de mi
departamento. Hasta algunas veces me saludan con la mano.
Este paisaje lo tengo todas las
mañanas, puesto que mi escritorio está del lado opuesto al parque y da sobre la
calle, sitio que elegí cuidadosamente para ubicar mi computadora. ¿Cómo iba a
estar de acuerdo con las persianas?... ¡Nunca!...
El día que recibí la carta de la administración,
me puse más loco de lo que ya estaba y grité con mi voz de tenor en liquidación,
contra toda esa censura y contra el moralismo que pretendían implantarnos. Es
importante saber que lo mío era la actitud del artista que necesita de la
libertad para existir. Pero en el fondo yo soy extranjero y, el problema del
pudor, para mí es diferente. A pesar de que mi dormitorio da sobre el parque de
atrás del edificio, es fácil observar desde el exterior puesto que es el primer
piso. Tengo que reconocer que ya estaba un poco cansado de acostarme con un
piyama de tres piezas y de leer en la oscuridad para evitar los voyeristas
nocturnos o matinales.
Mi departamento posee un gran balcón
con dos grandes puertas ventanas. En el día se puede observar el parque y a
esos pájaros idiotas que no saben donde ir a posarse y terminan de tanto en
tanto en el interior de mi vivienda, únicamente para darle miedo a mi gato que
no es muy corajudo que digamos. -
En las noches estrelladas de verano,
yo puedo observar los adolescentes que van al parque para hacer el amor y que
se burlan de mí y de mi muñeca inflable en látex que supe comprar en un remate
de objetos usados un día en el mercado de mi pueblo.- Hasta el portero del
edificio comenzó a burlarse de la calidad de mi muñeca inflable y me trató de
avaro, de mezquino. Esta situación fue lo que hizo en realidad que yo cambiara
de idea con respecto a las persianas rulantes. Los funcionarios de la
administración tenían razón ¡era necesario que la gente pudiera tener un poco
más de intimidad!
Mi departamento posee dos grandes
puerta-ventanas que dan sobre un balcón y es la envidia de mis amigos
franceses. Al nuevo sistema de persianas yo no quería perderlo por nada del
mundo, puesto que ¡al fin...! yo podría leer tranquilo en la cama sin
preocuparme de los mirones. Por eso, cuando llegó la carta oficial hace cuatro
años, no quise esperar a último momento y desplacé todo los muebles del comedor
al centro de la sala.
Es decir que eso me producía algunos
pequeños inconvenientes: las sillas debían estar siempre apiladas sobre la mesa
y los sillones sobre el sofá. Y, desde hace cuatro años, yo vivía en esas
condiciones, salvo cuando tenía algún encuentro con la ternura; pero, en
general, mis amigas cariñosas venían a visitarme de noche y partían con las
primeras luces del alba como los vampiros. Durante el día me acostumbré a no
recibir a nadie, esperando siempre que vinieran hacer los trabajos anunciados.
Desde hace cuatro años, espero todas
las mañanas que lleguen los obreros para realizar lo prometido ¡Y lo prometido
es mucho...! Aparte de los espacios comunes, del maquillaje a la entrada del
edificio y de la iluminación de la calle, prometieron la instalación de una
bañadera, el cambio de la pileta en la sala de baño, pintura incluida; el
cambio del inodoro, nuevas instalaciones eléctricas, puertas, ventanas, el
cambio de la pileta y de azulejos en la cocina ¡Y hasta me murmuraron al oído
que podrían pintar de rojo el pecesillo de plástico que tengo, por cuestión de economía,
en el acuario junto al balcón. Mi pecesillo no gasta en nutrición.
Con el correr del tiempo, los
profetas apocalípticos del pesimismo colectivo de mi barrio, llegaron a
convencerme. En la última reunión dijeron que las autoridades no tenían palabra
y que todo fue una mentira durante el período electoral. Es necesario aclarar
que los defetistas eran franceses y parecían conocer mejor a sus representantes.
Si esto aconteciera en mi país, yo
no lo hubiera creído desde el primer instante, puesto que a mi conocimiento
ninguna autoridad se interesaría en el consumo del agua y menos aún en el consumo
de electricidad de un viejo edificio. Me acuerdo la vez que le pedí a un amigo
diputado por Córdoba si podía hacer algo por la cámara séptica de mi casa que no
estaba muy antiséptica y él se atragantó con una risa que no lo dejó respirar
por varias horas. La segunda vez que le comenté mi preocupación por la misma
cámara séptica, él me miró con cara de pena y misericordia; y, a la tercera
vez, me prestó el dinero para realizar los trabajos con un interés del 20 %
mensual, porque, aparte de ser diputado también era el usurero de la ciudad.
Desde ese día aprendí a cerrar la boca para siempre !
Sin embargo, todos dicen que en
Francia es diferente.
El mes pasado, bien temprano, mi
novia venía de partir de casa y el mobiliario todavía estaba en orden. Yo no
había aún remontado los sillones sobre el sofá ni construido mi pila de sillas
sobre la mesa del comedor. En realidad, me encontraba dándome una ducha cuando
el timbre de la puerta de entrada sonó inédito a mis oídos. Eso me desconcertó
un poco. Yo sé que, cuando el sonido es tímido, es el cartero que me trae
facturas a pagar como si tuviera miedo de anunciármelas; pero cuando el timbre
suena intempestivo y golpea la puerta con los puños cerrados dos o tres veces
con ansiedad, es también el cartero que participa de antemano a mi euforia, ya
que él es portador de correspondencia de mi país.
A veces el timbre suena varias
veces, con una enorme delicadeza, como si la persona interpretara una música de
Moricone en los westerns de Sergio Leone; pero en ese caso, es siempre una
amiga que tiene los ojos sedientos de cariño retenido y viene a visitarme tarde
en la noche. Sin dudas, ella no podía ser. Esa mañana el sonido fue prolongado
y medio tímido por la temprana hora y eso me desorientó un poco. Pensé que
debía ser el cartero que había comenzado su ronda por mi casa para beber el
café conmigo. Es por eso que enjabonado entreabrí la puerta, apenas cubierto
con una pequeña toalla que había logrado tomar a las apuradas.
No tuve ni siquiera tiempo de abrir
la puerta y reconocer al visitante cuando una veintena de personas penetraron
al interior, como si fuera un huracán. En cuestión de minutos, todos los
muebles fueron desplazados al interior de una de las piezas, mientras las
ventanas y las puertas saltaban en mil pedazos. Las paredes de la sala del baño
se llenaron de caños y cables. La sala comedor se transformó en un depósito de
tarros de pintura, de perforadoras eléctricas, de escaleras y de otras
herramientas.
En la cocina había obreros
trabajando... En la sala de baño había obreros trabajando... En el comedor
había obreros trabajando y en el dormitorio todos los muebles habían sido
apilados sobre la cama. Hasta mi pobre gato lo habían colgado precariamente
sobre la lámpara del techo y miraba aterrorizado ese mundo de invasores. Yo no
tuve tiempo ni de vestirme. Me corrieron del departamento y, en el medio de la
escalera, casi pegado al departamento de mi vecino, una mujer que parecía hacer
la publicidad de alguna marca de dentífrico me atacó con mil preguntas para
llenar un cuestionario.
Mi problema era simple, si abría los
ojos, el jabón me entraba en las pupilas y me hacía arder hasta los intestinos.
Si procuraba secarme con la pequeña toallita, la mujer y todo el mundo mirarían
descaradamente mi cuerpo de Apolo jubilado. Tengo que reconocer que en ese
momento mi vergüenza era más grande que el Arco de Triunfo en plena avenida de
los Campos Elíseos. Y me resigné a la felicidad de aceptar los trabajos como
una fatalidad exquisita.-
Se dice en Europa que en Francia la
organización es una obsesión. Cada uno es especialista en su profesión y cada
profesión se limita a una tarea específica. Pero esa mañana, cada tarea
específica correspondía a una empresa diferente. La veintena de obreros que se encontraban
en mi departamento pertenecían a igual cantidad de empresas diferentes y cada
una de esas empresas estaba representada por una persona que venía con un
cuestionario idéntico e idénticas preguntas. Todos ellos tenían la misma
sonrisa publicitaria que denominan: gentileza de relaciones públicas. Y que incluso
hay cursos en esa profesión de cuatro años para aprender a sonreír.
Las personas que se ocupaban de
relaciones públicas eran personas muy apuradas por terminar de llenar sus
formularios de preguntas y así poder continuar con el departamento siguiente.
Las sonrisas se multiplicaban como fotocopias, salvo la de un joven muy
simpático que parecía conocerme de alguna parte y se interesaba por mi
condición de extranjero, originario de un país musical. El me contó que tocaba
la trompeta con un grupo de Jazz en un bar de París. No obstante, su sonrisa
era sospechosa y sus ojos atendían que me secara los ojos con la toallita para
dejar libre el resto de mi cuerpo. Yo estaba por darle el gusto, puesto que mi
ojo derecho comenzaba a irritarse peligrosamente, pero luego de recordar la
risa descontrolada de una amiga en una noche de ternuras salvajes, me dije que
mi espíritu no se encontraba para soportar una nueva derrota y decidí continuar
con mi toalla atada a la cintura.
Desde la invasión de esos obreros ya
han pasado varias semanas y yo terminé por habituarme a mi pequeña toalla. De
tanto en tanto, algunos vecinos vienen a visitarme y entre todos nos observamos
las toallas y reímos como buenos imbéciles porque ninguno sabe exactamente
cuando terminarán los trabajos. La administración pública nos dijo que sería “próximamente”.
Como soy de naturaleza optimista
aproveché para descubrir que este año la primavera era más cálida y que las
calles de mi pueblo se parecían a las estaciones nudistas del sur de la
Francia. Mis vecinos me observan de manera extraña cuando comento eso; pero
estoy seguro que mi barrio puede parecerse a Saint Tropez o a Monte Carlo si
uno tiene bastante imaginación. El pequeño inconveniente que existe, es que en
mi barrio no hay veleros de 15 metros, ni casinos, ni hoteles de lujo, ni mesas
de bares en las aceras. En realidad, tampoco hay aire puro puesto que se siente
el perfume de la nueva estación de depuración de aguas servidas
Digamos que en mi barrio no hay gran
cosa y que, por mucho tiempo, nuestra distracción favorita fue romper los autos
de la gente que venía a visitarnos. Pero, era solamente por el cariñoso placer
de poder dejar un buen recuerdo a los visitantes para que pudieran hablar de
nosotros. A veces, muchas veces, sabíamos echar baldes de agua por la ventana
para testar el buen o mal carácter de los visitantes, pero desde hace algún
tiempo ya no tenemos tampoco agua.
No obstante los trabajos comenzaron
hace varias semanas y todos estamos contentos, salvo algunos vecinos irritables
que vinieron a descubrir que sus esposas dormían también en el lecho de otros
vecinos. Sin embargo, yo expliqué que la culpa no era de esas mujeres porque
con la oscuridad que reina en el barrio las pobres terminan confundiéndose de
departamentos. La electricidad también fue cortada hasta que finalicen los
trabajos y, según la nueva carta oficial, deberá ser “próximamente”.
Esta mañana, el cartero me corrió
por casi todo el barrio porque todavía me queda un poco de dignidad entre las
uñas de mis pies... Al principio creí que pretendía violarme, puesto que desde
la semana pasada me viene mirando con ojos raros. Yo corrí como una liebre,
pero como tenemos prohibido salir desnudos fuera del barrio me detuve junto al
último edificio y allí, heroicamente, me preparé a soportar los ardores
ilícitos del cartero. En la vida siempre hay situaciones difíciles que uno debe
aprender a soportar con heroísmo. Entonces, cerré los ojos esperando lo
inevitable, pero el cartero solamente quería que le firmara una carta
certificada.
Era otra carta oficial que me
mandaba la administración pública para explicar que mi departamento estaba
quedando como nuevo y que, muchos de mis amigos franceses, se interesaban
demasiado en ese departamento. En resumen, la administración me solicitaba de
pagar un nuevo alquiler, según las nuevas características de modernidad o, de
lo contrario, me explicaban que yo podía retornar a mi país y para lo cual
tenía diez generosos días.
Por tanto, debo reconocer que la
persona que me escribió esta última carta es bien intencionada. En la carta se
me explica que esa medida no es un acto racista hacía los extranjeros y que,
tampoco tenía que ver con las concesiones que la administración efectúa al
electorado rubio de ojos azules que votaron por la extrema derecha. Y para demostrármelo,
el Estado en persona estaba dispuesto a pagarme, con suma amabilidad, un
billete de avión sin retorno hacia mi querido país.-