por Juan
Carlos Alarcon
Yo sé, yo sé que ese próximo amor
será para mí la próxima derrota
(Jacques Brel "Oeuvre Intégrale")
Hay secretos de
familia y secretos individuales, y en los pueblos los secretos son más grandes,
más secretos y más pesados. Lo dicen todos los psicólogos que nacieron en
pueblos. Cuando era joven y escuchaba eso me reía porque yo mismo venía de un
pueblo y mi familia también tenía su secreto. Nosotros nos habíamos instalado
en París donde debía escribir un libro sobre el pensamiento filosófico de los
escritores del siglo 18. Por ese entonces, yo contaba 45 años y trabajaba como
profesor en un sórdido establecimiento de la periferia de París.
Ella se llamaba
Nadège y jamás supe el origen exacto de su nombre aún cuando me dijera que era
sueco. Tampoco supe bien el lugar de donde provenía, pero reconozco que nunca
me importó demasiado. El primer día que la conocí me llamó la atención su risa
ática, altanera y cautiva, bastante contradictoria con la tristeza de sus ojos.
Nadège tenía 21
años, piernas largas bien formadas y poblada de minúsculos lunares, como si
fueran pequeñísimas islas de placeres epicúreos. Ella tenía la mirada color
miel y su cabellera castaña clara, con reflejos dorados, que le caía en cascada
por encima de sus hombros siempre desnudos. En resumen, Nadège era hermosa y se
destacaba en cualquier sitio que estuviera, como esas rosas rojas en los
jardines de Luxemburgo del barrio latino.
No sé si la
empecé amar en el mismo instante de nuestro primer encuentro o si ya la amaba
antes de conocerla, porque recuerdo que otro profesor de matemáticas me había
hablado de ella algún tiempo antes y desde entonces había despertado mi
curiosidad. De todas maneras, por Nadège, estaba dispuesto abandonar todo:
mujer, hijos, amigos y trabajo. Lo que se dice todo ¡Y todo abandoné...!
A los 21 años, el
amor se vive con una pasión espontánea y explosiva. Nuestra relación fue así,
salvaje, ácrata y posesiva, al igual que el amor de los pulpos que se abrazan
pegándose por sus tentáculos mientras se golpean con saña contra las rocas
despidiendo un líquido viscoso y negro que termina tiñendo el mar por todos los
costados. Nosotros fuimos iguales y, poco a poco, nos fuimos alejando del mundo
hasta quedar prisioneros en un cuarto miserable de la zona baja de Montmartre,
como si la enfermedad de nuestro amor iconoclasta nos hubiera puesto marcas
epidérmicas que ahuyentaba la gente. Nadie quería vernos y nosotros tampoco
queríamos ver a nadie; nuestra historia nos pertenecía sin complejos y no
estábamos dispuestos a compartirla con ninguno.
Un cuarto
sombrío, con míseros muebles de ocasión, fue nuestro universo idílico, ese
paisaje multicolor de un país sin carreteras ni fronteras, donde el amor -y
nada más que el amor- podía llegar a sobrevivir. Un amor tan nuestro como
egoísta que nos unió fundiéndonos en una sola entidad de cariño lenitivo ¿Qué
más se le podía pedir a la vida en ese entonces? ¿Qué otro destino podía
compararse con esa felicidad? Difícil de pensarlo, tampoco llegué a encontrar
una explicación racional a ese período de mi vida.
El tiempo
transcurría así, entre primaveras florecidas y otoños cálidos; fue hasta que
comprendí que, el amor, podía ser también un roedor salvaje que nos devoraba
sin piedad por dentro. El amor, que había engullido mi corazón comenzó a
carcomer lentamente mis entrañas, mi existencia, mis fuerzas intrínsecas de
sobre-vivencia. Y nuestro amor fue así, ardiente, brutal, impío, bebiéndose
nuestra sangre para aniquilarnos, consumiéndonos íntegro.
Hay amores que
son tiernos y calmo, como simples encuentros de flores en las esquinas; hay
esos que son violentos vividos con celos y desconfianza; pero, también están
esos otros, como fue el nuestro, salvaje, primitivo, con una fuerza sibarita
engendrando la corrupción de la carne. Entonces, la realidad muda de faceta y
nos volvemos esclavos, marginales, temerosos de perder lo conquistado y
tratamos de comprar los afectos a cualquier precio.
En esa época yo
no tenía 21 años como Nadège sino 45 o 46 y a ese ritmo sicalíptico no podía
llevarlo eternamente. Tendría que haberlo comprendido desde el principio,
porque la experiencia es el cúmulo de una vida cotidiana. Pero no lo comprendí
y me fui invistiendo de deseos infinitos, inagotables y siempre renovados. Con
el tiempo, comencé a sentir las consecuencias y mi cuerpo empezó a debilitarse,
a volverse enteco y latoso; casi no me alimentaba y la mayor parte del día lo
pasaba consumiendo bebidas alcohólicas, buscando elementos donde reafirmar mis
energías para continuar avanzando en la carrera contra el diablo. Yo sabía que
en el mismo instante que no pudiese hacer más el amor, todo el castillo de
cristal caería al piso en miles de pedazos, porque ese amor estaba compuesto
únicamente de sexo y ella partiría abandonando la presa que ya no la
satisfacía. Nadège había nacido para amar y ser amada y su existencia de
sacerdotisa pagana florecía rejuvenecida desde el placer insaciable del acto
sexual, mil veces repetido cotidianamente.
Al alcohol lo
permuté por la droga y con la droga se reanudó nuestro lecho siempre nupcial y
nuestros cuerpos se inundaron de nuevas caricias, de besos torpes y de una
angustia demente por no poder detener ese destino. La amé como ningún otro
hombre pudo haberla amado. Le ofrecí el agua de los mares, sus flores acuáticas
y la pasión desmesurada de los pulpos. Le ofrecí mi universo perplejo, mis
pensamientos y mi vida íntegra. Y ella lo tomó todo, como esas arenas sedientas
del desierto.
A veces, cuando
ella dormía, yo aprovechaba para salir a la calle y caminar hasta la plaza
Clichy. Pero también eso comenzó a producirme un esfuerzo grande a causa de mi
debilidad y entonces retornaba lentamente al cuarto lúgubre donde Nadège me
esperaba con sus brazos abiertos, con su sonrisa cautivante y su mirada color
miel-cielo; siempre con sus efervescentes deseos de posesión, esos deseos que
se asemejaban a un abismo sin fondo, sin límites.
¿Cuánto tiempo
vivimos en esas condiciones? ¿Cuántos días, semanas y meses y años habitamos la
fiebre de una cama que me aniquilaba paulatinamente y del cual yo era
consciente? ¿Cuántas veces me negué a despertar de mis sueños agitados para no
encontrarme en el torrente de sus caricias tiernas y perversas? ¡No lo sé...!
Aún hoy no lo sé. Pero recuerdo, que mientras más iba dejando regazos de mi
vida sobre ese lecho impregnado con sudores, alcoholes y drogas, Nadège parecía
alimentarse con el amor y rejuvenecía cada vez más. Día a día ella se
transformaba en un nuevo pimpollo de rosa, sensual, provocadora y más hermosa
que nunca ¿Es que la pasión de dos seres que se quieren, como nos quisimos
nosotros, no fue el juego satánico y delirante del destino? ¿Es que nuestro
amor no se podría comparar con el amor de los pulpos? Yo la amaba, y ella no
quería otra cosa que amor. Yo la deseaba, y ella no pretendía otra cosa que ser
deseada. Yo me entregaba con vida y alma, y ella no buscaba otra cosa que una
vida y un alma en mi persona. Yo moría inevitablemente, perdiéndome entre la
geografía de su cuerpo adolescente, y Nadège renacía con mayor ahínco plena de
vida y de nuevas ansias.
No sé en qué
momento, ni cómo ni cuándo, no sé si fue de noche o de día, pero de repente
comprendí que estaba siendo víctima de un amor que, como la flor de mandrágora,
me arrastraba hacia un mundo de sueños y ternuras maléficas del cual no saldría
jamás vivo y quise huir, escapar del afecto de sus caricias, del fragor de sus
besos y de esos nuevos y pequeños lunares que le nacían, bellos y atrayentes,
cada vez que hacía el amor.
Une noche intenté
fugar, pero las fuerzas ya me habían abandonado y caí junto a una silla ¿Es que
se puede llorar por amar tanto? Yo lo hice, desconsolado, indolente, desvalido,
sabiéndome preso de un sentimiento compartido, que por tan sublime se había
vuelto grotesco. Recuerdo que Nadège me contempló absorta, como si no
entendiese lo que me sucedía, luego dibujó la mejor de sus sonrisas seductoras
mientras estiraba sus manos para acurrucarme de cariño. Ella estaba sentada en
la cama, desnuda, con las piernas en cuclillas y sus senos latiendo
palpitantes. Nadège, en ese momento, era la imagen profética de una diosa
pagana ¿Cómo evitar la tentación cuando el amor es el estímulo del deseo?
Entonces, yo también sonreí y en un esfuerzo sobrehumano busqué las cavidades
de su cuerpo, ese oasis pleno de deleites donde podía saciar todas mis
angustias, mis miedos, mis celos de saber que ya había comenzado a perderla.
Nadège gimió de placer y, sobre cada una de mis caricias, fue absorbiendo con
brío mis ansias, mi cuerpo y mi alma. Yo la amé como ningún hombre pudo haberla
amado y me postré a sus pies, como el feligrés humilde delante de su
sacerdotisa y dejé que las horas transcurrieran abandonándome a sus caprichos
sibaríticos. Pero cuando Nadège se durmió, me vino la idea de asesinarla: matar
para vivir, triste paradoja del destino; sin embargo, no tuve coraje ni la
energía física para hacerlo. Entonces, decidí huir de una vez para siempre.
Creo que fue muy
tarde, altamente en la noche; las entradas del subterráneo ya estaban cerradas
y las calles desiertas. Recuerdo que sentí el aire fresco de Montmartre
penetrar en mis pulmones y me arrastré por la acera, buscando alejarme lo más
rápido del lugar, como si todo Montmartre estuviera contaminado por el
sortilegio de una hechicera perniciosa. No sé hasta dónde llegué ni cuánto
tiempo duró mi huida, pero me desvanecí tratando de evitarlo y, cuando abrí los
ojos, tuve pánico de encontrarme de nuevo con su mirada color miel cielo, con
su risa cristalina y sus manos imantadas de cariño. Pero me hallaba en una cama
limpia con olor a desinfectante. Era el hospital regional y una enfermera me
miraba con una sonrisa de bienvenida, como si yo estuviera regresando de un
paraje cercano a la agonía. Mi esposa me tomaba de la mano y mi hija jugaba con
los dedos de mi pié izquierdo. Quise decir algo, pero había perdido el sonido
de las palabras. Quise sentarme en el lecho, pero mi cuerpo no respondía por
tanta debilidad. Sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas y lloré lágrimas de
tristezas ¿Qué médico podía curar el amor? ¿Quién podía comprender la historia
de los pulpos, que mientras más se amaban, más se destruían uno al otro?.
¿Cuánto tiempo
necesita una herida para cicatrizar? ¿Cuántos calendarios deben gastarse para
que las imágenes se transformen en simple reminiscencia? ¡No lo sé! Pero si sé
que muchas veces paso por los jardines de Luxemburgo para espiar, escondido
detrás de los árboles a Nadège, que continua paseando su belleza, mezclándose
entre las flores y siempre sobresaliendo como una rosa roja, cada vez más
joven, cada vez más hermosa, cada vez con un nuevo y pequeñísimo lunar en su
cuerpo remarcando el esplendor de sus deseos. Más de una vez la espío de lejos,
más de una vez estoy tentado de enfrentarla, sólo para explicarle que todo eso
que hacemos por amor no muere nunca.