Juan Carlos Alarcon
Yo podría haber sido jugador de fútbol, acaso mejor que Maradona y Messi
juntos, pero mi papá que tenía un humor raro me cortó las ganas de raíces.
Siempre me retaba porque yo tenía la costumbre de patear todo lo que encontraba
tirado en mi camino: latas de tomates, cajas vacías de cartón de vino chinche,
hasta el “Soberbio” debía andar esquivando mis chuteos.
Todavía lo recuerdo. Mi
papá escribía con la derecha pero a la taba la hacía
bailar con la mano izquierda. Papá era un gigante que solo reventaba los
pulmones para expresar los goles de Racing de Córdoba. Eran momentos muy
excepcionales que solo ocurrían una vez o dos veces al año.
Un día casi se murió de tanto reír. De viejo me confesó que hasta le había
dolido el pecho. Fue cuando quiso curarme esa manía de patear todo y metió una
bocha de madera adentro de una media y la dejó a un costado del patio de
tierra. Carajo, yo la pateé como si fuera un penal!!!
Me llevaron a ver a doña Rosa, la curandera sin titulo del barrio, porque
creían que yo me había quebrado los tres dedos más lindo de mi pie.
Mientras mamá explicaba a doña Rosa el accidente, papá se puso a comer una
manzana para taparse la boca y así no volver a tentarse de la risa. Pero la curandera
salió cara. A doña Rosa se le pagaba con gallinas y como las únicas que
quedaban en el gallinero de casa eran las ponedoras mi mamá le dio el gallo,
ese que le llamaban el “Soberbio” por su manera engrupida de pararse.
Mi papá largó lágrimas, pero con mamá no se discutía, y el camino de
regreso lo hizo rabiando entre los dientes, hasta chuteó un perro que se le
cruzó entre sus piernas. Fue así que mi papá dejó de ir, los domingos a la
mañana, a los combates de riña de gallos y, desde entonces, lo obligaron
acompañarnos a la misa. Le cagaron el “Soberbio”. Y esa fue mi mayor venganza!
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