Por Juan Carlos Alarcon
No lo sabrá
eludir este resumen
de mi largo
comercio con la luna.
(Jorge Luis
Borges "El Hacedor")
Estaba
sentado en una de las últimas mesas, contra la pared, en el bar El Sur sobre el
Bulevar Saint Germain, en el barrio latino de París, a pocos centenares de
metros de La Sorbona. Allí vamos los latinoamericanos a cargar la nostalgia de
la tierra lejana, a veces tomamos mates y escuchamos tangos. Era invierno pero
todavía el frío no se hacía sentir con vigor a pesar del mal tiempo que
reinaba. A esa hora el bar se encontraba repleto de parisinos y estudiantes,
como si el mundo entero se hubiese dado cita en ese lugar. No sé quién ni cómo
ni cuándo, pero sobre mi mesa aparecieron tres libros, quizás tres largas
letras, olvidadas por descuido o adrede. El mozo pasó a mi lado y angustiado
con la sobrecarga de trabajo no se dignó a mirarme, indudablemente él no había
dejado esos escritos.
Casi con
curiosidad tomé uno para hojearlo y de pronto sentí un escalofrío deslizarse a
lo largo de mi columna vertebral. Dante Alighieri venía de hablar desde alguna
parte de las colinas del Purgatorio, se hallaba con Virgilio cumpliendo su
penitencia para poder continuar en dirección al Paraíso donde la bella Beatriz
los esperaba. No sé porqué, pero pensé que Virgilio debía estar sonriendo
irónico, su amor no estaba dispuesto a compartirlo con nadie, ni siquiera con
el mismo Dante. Entonces, tuve una mezcla de temor, emoción y entusiasmo y
levanté la vista para tomar conciencia del sitio dónde me encontraba, no quería
dejar apartarme de la realidad.
Ese día,
París estaba húmedo de lloviznas sin cese y el café al que recurría, parecía
haberse adherido con saña a mi estómago; sin embargo -me dije- esa no sería la
causa de una fantasía auditiva.
En ese
bar todos los clientes se conocían, y si no se conocían se saludaban lo mismo,
porque todos se sabían estudiantes y latinoamericano; Había gente parada
esperando su turno para sentarse y que luego pasarían el tiempo observando a
los nuevos clientes, que también ellos atenderían su turno produciendo el
círculo comercial de todos los bares. Había murmullos por todos los rincones,
comentarios que no se distinguían a causa del bullicio general y decidí leer
los escritos esperando que su propietario se exprimiese o que al menos diese
señales de vida para reclamar su pertenencia. Fue en ese instante que Dante
volvió a opinar escandalizado por el gentío: "Ni siquiera en el infierno
son tan irrespetuosos" -creo que dijo- y busqué la procedencia de su voz
sin saber aún el sitio exacto.
La
mayoría de los clientes eran jóvenes, dicharacheros y plenos de algarabías, por
eso la presencia de un anciano soberbio, orgulloso de su porte, se destacaba
aún más llamando fuertemente la atención. El hombre vestía traje gris oscuro,
corbata clásica y estaba sentado en una mesa vecina con la espalda enhiesta
bien sostenida contra el respaldar de la butaca y sus dos manos estaban
apoyadas sobre un bastón que portaba verticalmente, casi como un prócer. El
anciano mantenía la vista fija sobre el interlocutor que se hallaba frente
suyo, pero se notaba su ceguera aún cuando sus deseos eran manifiestos.
- Fue un
error haberse ido a Suiza, don Jorge; sobretodo a su edad. El exilio no se
inventa únicamente cuando uno lo quiere...
- ¿Y qué
sabe usted cuando comienzan los exilios? -acotó el anciano ante una presencia
que evidentemente le desagradaba.
- ¿De
eso, yo conozco mucho! -respondió su acompañante mientras se rascaba la barba
poblada de canas, como mostrando que él también ya había vivido sus buenos
años.
El viejo
patriarca continuaba mirándolo sin ver y parecían no quererse demasiado, pero
el destino los había juntado y Borges y Cortázar conversaban tranquilos, sin
emociones aparentes, apenas apasionados por la característica de los temas: la
nostalgia, los recuerdos y las ausencias. La política la palpaban al descuido,
porque sólo los unía el antiperonismo y los desunían sus posiciones históricas,
sus procedencias ideológicas y el federalismo.
En el
bar, el encuentro de los dos hombres pasaba desapercibido y yo no estaba muy
seguro de lo que veían mis ojos, por eso sonreí como un sonso para los
costados.
El barrio
latino había sido estadía de grandes poetas, filósofos e intelectuales y la
misma Sorbona se enquistaba majestuosa en el corazón de una cultura tradicional
y milenaria que se había tratado de mantener intacta. En varias oportunidades
me habían comentado que espíritus y fantasmas solían rondar por las calles,
eran esos personajes encorvados, viejos y vetustos que bebían cervezas y aguas
minerales en boliches tan llenos de historia como ellos mismos; sin embargo,
nunca llegué a creer en relatos de fantasmas y sonreí con toda perspicacia. Y
desde otra mesa casi frente mío, una mujer, tal vez estudiante, tal vez sola y
aburrida me respondió con otra sonrisa no tan tímida procurando abrir las
puertas a una aventura epicúrea; parecía venezolana porque llevaba el sol
pegado a su piel y ojos picarescos con saber a salsa. La idea de un encuentro
con la ternura no me disgustaba; no obstante, seguía intrigado con la presencia
insólita y fortuita de Borges y Cortázar atirándome como un imán. Uno, había
sido profesor mío durante un seminario sombrío y vivaz de literatura inglesa, y
el otro, había sido un simple conocido de mítines y conciliábulos del exilio.
Entonces, miré a la estudiante venezolana con toda la tristeza de una renuncia
penible, que parecía estar aguardando una actitud más clara y disipante de mi
parte; ella había respondido a mi sonrisa y esperaba la continuación de esa
vía, pero cerré la comunicación con un gesto discreto, le envié un beso por el
aire mientras le hacía una señal de despedida. En ese instante, justo a mi
lado, se instalaron cómodos Dante Alighieri y su compañero de aventuras.
La chica,
un poco hastiada por mi actitud sosa, bajó los párpados, pero Virgilio ya había
visto nuestra intención y me comentó.
- Por una
sonrisa igual de mi bien amada Beatriz, voy acompañando a Dante por los nueve
círculos de su infierno cristiano.
Creo que
yo mismo me sorprendí al responderle.
- Para mí
el problema es diferente, no tengo impulsión y el amor es más sublime cuando se
lo incorpora a la espera; si no es así, habría que preguntárselo a Petrarca que
bien conocía esa materia.
Virgilio
me observó con pena, porque para él el amor era una pasión que debía vivirse
tan espontánea como irracional. Entonces, sorprendido por mis propias palabras
volví a prestar atención en la mesa donde Julio continuaba criticando a Borges.
- Usted
se suicidó solito don Jorge, el autoexilio, la nostalgia por revivir su
adolescencia en los colegios suizos y toda esas pleitesías europeas no podían
llegar a ser suficientes para borrar otros recuerdos más enraizados: los de
Buenos Aires, el turbio almacén de Palermo, la casa aquella con verjas de
lanzas apuntando hacia el cielo y esa biblioteca inundada de libros ingleses,
como si usted hubiese nacido en Argentina por accidente.
- Sin
embargo mi autor preferido fue siempre Stevenson y no era inglés.
- ¡Oh lá
lá! ¿Cuántas veces le dijeron que la acabe con Stevenson? ¡Es literatura para
adolescentes! -añadió Cortázar casi insolente.
- Nadie
mejor que él para construir valores simbólicos, lo imaginativo y el espíritu
poético de un realismo fantástico... Nada que ver con los amigos que usted tiene,
¡aprendices de escritores!
-
¿Quiénes...? ¿Sarmiento?, ¿Arlt?, ¿Quiroga...? ¡Son nuestras raíces!
-
Barbarie cultural...
- Y
además, estando aquí en Francia leí dos o tres veces "Los Miserables"
de Victor Hugo y "El Llamado a la Nación Artesana" de Robespière...
-
Estimado Cortázar, usted siempre tan naïf, dejándose llevar por pasiones
viscerales. El tema no hace al escritor -inquirió Borges con su ironía nata, y
agregó- Los libros se cargan con la pureza del lenguaje y cualquier sujeto
puede ser magno si se lo construye correcto, poético e imaginativo, allí están
para confirmarlo Balzac, Wilde, Walt Whitman, Shakespeare... yo mismo. Y tantos
otros escritores que fueron el sabor de una plenitud de vida.
- ¡Tiene
razón don Borges! -grité ya fuera de sí, inmiscuyéndome en una plática a la que
no había sido invitado- ¡El relato que usted escribió sobre los dos Borges, fue
magnífico!
A lo
mejor fue la misma tormenta de afuera que desató una tempestad o el deseo de
los turistas por entrar a un bar con historias argentinas, pero el lugar estaba
completo de gente y eso hizo que el silencio producido, después de mi grito,
pareciese más denso y heteróclito. Hasta la venezolana de sonrisa dulce y
provocante me miró absorta, y el mozo con su barba desaliñada que no podía
ocultar su origen sureño se acercó para preguntarme si quería otra cosa. Sin
embargo, en sus palabras había más curiosidad por lo sucedido que deseos de
servirme. Estuve por responder algo sin sentido cuando los libros, que estaban
sobre la mesa, cayeron al piso con un ruido sordo y me apresté a recogerlos,
pero ya alguien se había adelantado y me los alcanzaba, era la estudiante que
había resuelto tomar la iniciativa armándose del coraje que a mí me estaba
faltando.
Ella se
sentó frente mío y sin preocuparse por mi consentimiento solicitó dos cafés,
uno bien aguado. Borges y Cortázar interrumpidos por mi osadía se habían
retirado del bar y, a pesar del intento por ubicarlos, ya no pude verlos de
nuevo. A mi lado, Dante y Virgilio, parecían divertidos con la situación novel
que venía de presentarse y pensé decirles que a ese hecho yo no le veía nada de
gracioso, pero no lo hice. Ellos también habían decidido proseguir su ruta y
Virgilio, después de saludarme, comentó a su compañero: "Será mejor continuar
nuestro viaje, Charon debe estar impaciente con la demora, no nos creerá que en
el Purgatorio había un bar con tantos latinoamericanos incrédulos".
No era
posible que todos partieran de golpe, hubiera querido pedirles de atenderme,
porque si estábamos en el purgatorio mi purificación debía ser cuestión de
minutos, yo no tenía más pecados que los de cualquier mortal, apenas había
cometido un poco de soberbia, un poco de engaños, un poco de mentiras, un poco
de traiciones, un poco de venganzas, un poco de humillaciones... ¡Qué diablo!
Al fin y al cabo era humano y me comportaba como tal.
Dante y
Virgilio salieron del bar sin titubeos, la tormenta parecía no preocuparlos
como si ya estuviesen acostumbrados; entonces, sonreí por sonreír, por el simple
placer del gesto, y tomé las manos lenitivas de la estudiante venezolana que me
miró perpleja. Pero eso es otra historia.
(Primera publicación: “La Voz del Interior”, Córdoba, Arg. 29/01/2007)
qué bueno Juan Carlos!!!!!! A mí también me trajo recuerdos el café El Sur,nuestras charlas ante una mesa con dos café,la compra de yerba para nuestro mate a cualquier hora, la presentación de "Sabor a vida", tanta gente latinoamericana que allí he conocido .
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