jueves, 1 de mayo de 2014

EL EXTRANJERO

por Juan Carlos Alarcon


Esta historia podría comenzar a relatarla como lo hubiera hecho mi padre durante mi infancia. El empezaba mostrando en su rostro la característica de la narración. Por ejemplo, si era un hecho inventado esbozaba una sonrisa, si lo que diría tenía una connotación histórica adquiría un aire solemne y, si su exposición era triste, ponía cara de circunstancias. En consecuencia, con mis hermanos, nos fuimos acostumbrando a observarlo de manera detallada antes de escucharlo, eso nos adelantaba el contenido de sus relatos. Sin embargo, por más que me contemple en un espejo, no logro imaginar la cara que yo mismo pondría si tuviera que narrar esta historia a mi nieto. De cualquier manera, poniendo cara o no, se podrá creer que es la fabulación absurda de un escritor o de un fabricante de sueños, aunque los acontecimientos se hayan producido tal cual lo relato.

Sucedió a principios de la década del ochenta, yo venía de regresar a mi ciudad natal después de quince años de ausencia trajinando por el mundo de un lado a otro. La dictadura militar había hecho que partiera al exilio muchos años antes. En esa época cualquier idea disidente era considerada subversiva, y yo tenía la mala costumbre de no saber cerrar mi boca; entonces en mis clases universitarias exprimía el desacuerdo con los actos totalitarios que se producían, fue hasta que un estudiante me denunció. La policía me citó para que explicara los comentarios antinacionales de mis clases y, un día antes, con mi mujer cargamos los chicos, un par de bolsos y salimos del país para instalarnos en Europa.

El exilio es un peregrinaje eterno, rabias que se acumulan, preguntas sin respuestas, heridas que no cicatrizan. Con mi familia recorrimos de un lado para otro una gran parte de Europa y, cada dos años, nos instalábamos en un país diferente, con un idioma diferente y una cultura diferente que nunca finalizábamos por asimilar completamente. Eso nos hacía sentir extranjeros en cuerpo y alma, no importaba dónde ni con quién estuviéramos.

Esa sensación de no tener arraigo ni raíces me persiguió casi toda mi vida. En Argentina, los militares gobernaban como si el país fuera una caserna militar sin tener la adhesión de la sociedad civil salvo de los sectores que se beneficiaban económicamente y que hacían de la miseria humana su fondo de comercio. Malos gobiernos, contradicciones políticas y la resistencia que el pueblo oponía a la dictadura hicieron que se llamara a elecciones. El camino a la democracia se restauraba paulatinamente y decidimos regresar, primero como turistas para preparar nuestro retorno definitivo. Córdoba había tenido una transformación grande. Los cambios eran tantos que me sentí extranjero en mi propia ciudad, en mi propio país. Pero yo estaba tan harto de vivir esa impresión, que decidí mudar de actitud con respecto a la gente, esa misma gente que me producía la sensación de extranjero, tan poco tranquilizadora. Es la actitud de los otros que nos condiciona.

El caso de mi mujer y de mis hijos fue distinto. Ellos no tenían problemas políticos y podían entrar a la Argentina sin problemas. Iban y venían entre Córdoba y las ciudades que debíamos habitar sin que la referencia de identidad no se les confundiera mucho. Yo comencé a envejecer como envejecemos la mayoría en el exilio, sin darnos cuenta demasiado, desde afuera para adentro. Me sentía viejo, mis hombros se encorvaron, mis cabellos se emblanquecieron y mis huesos se entumecieron; pero no era sobre mi cuerpo donde más sentía la vejez, la sentía en la mirada de los otros cuando me miraban; eran ojos llenos de sorpresa o de piedad por los años que se me pegaban hasta en las ganas de caminar. Entonces, me volví más viejo de lo que en realidad era.
Cuando puse los pies en Córdoba, la primera sensación que experimenté fue un sentimiento extraño, un malestar anímico que me ardía en el estómago, una especie de mancha en algún rincón del alma, una idea de que ya no podría ser más el que había sido y mi úlcera comenzó a sangrar de nuevo. El cambio producido durante quince años de ausencia era tan grande, que ni siquiera ya existía en la provincia ese clima seco y sano del cual me sentía orgulloso. Córdoba no era la misma de antaño y su fisonomía me era tan desconocida como cualquiera de esas ciudades en las que aterrizábamos por primera vez. Además, lo único que parecía interesarle a la gente eran las costumbres o forma de vivir en Europa.

Recuerdo que habíamos llegado el día anterior, y luego de saludar como correspondía a la familia con sonrisas y regalos, decidimos hacer un recorrido a vuelo de pájaro por las calles céntricas. Allí volví a sentir esa sensación infausta que carcomía mi entrañas y traté de dar, en todo caso para mí mismo, justificativos simples tratando de calmar la angustia que me carcomía como la vejez. Entonces me decía que yo no era turista, que esa era la ciudad donde había nacido, dónde pasé la adolescencia, dónde me casé y nacieron mis primeros hijos, como si con esa explicación fortaleciera mis raíces. Alguien me había dicho “a pesar de que corten los yuyos siempre quedan las raíces”. Sin embargo, eso no servía de mucho para calmar mis duendes sombríos, y trataba de elaborar un discurso político del retorno; pero la familia y los amigos me observaban sorprendidos cuando comentaba mis ideas de lo que se podía hacer dentro de esa nueva e incipiente democracia, porque hasta allí, nuestras democracias eran siempre incipientes, con más de nuevos deseos que de madurez o experiencias.

Unos meses antes me ilusionaba imaginando a la gente que me abrazaba y abría sus puertas para cobijar al hijo pródigo que regresaba luego de un exilio forzado. Recuerdo, que hasta pensaba en el momento en que me cruzaría en los pasillos universitarios con el estudiante que me denunciara y la respuesta que le daría, justificándole sus miedos de no contradecir las instituciones gobernantes de la época. Pero, entre la imaginación y la realidad siempre hay un vacío. El estudiante ya era profesor y me acusó de ser culpable de los gobiernos militares que se habían vivido, sostuvo que actitudes como las mías habían servido para mantener la dictadura en el poder, y la gente me daba consejos de continuar en el exilio, ya no por razones de seguridad sino porque el país estaba destruido y no valía la pena volver: “No tienes idea lo que se está viviendo, estás lejos y las cosas no te tocan, no hay trabajo y la inflación es grande. Vos ves las cosas de otra manera porque no vives más en el país”.
A la semana siguiente la sensación continuaba enquistada, tenía que vencer ese estado anímico antes de que me separase definitivamente de mis raíces provincianas o me volviera loco. Debía enfrentar el regreso de otra manera, tratando de luchar contra un pasado que agonizaba en mis recuerdos y que debía recuperar; pero ya nada era como quince años atrás. La evolución de la ciudad no se había detenido en mi ausencia y eso aumentaba mi vacío. La memoria sería lo único que me permitiría rescatar las vivencias perdidas. Entonces decidí salir a recorrer la ciudad con otra actitud.
Tomé el ómnibus y me dirigí al centro, pero tuve que preguntar al chofer dónde debía descender para ir hasta el lugar que deseaba, porque hasta el recorrido del transporte había cambiado. Luego me encaminé en dirección a la Pizzería San Luis que, por fortuna, todavía continuaba existiendo y a pesar que se encontraba cerrada por la hora, me alegré de tener un punto conocido de referencia. Continué caminando sin rumbo. A veces buscaba los negocios que habían sobrevivido a mi ausencia y, a otras tantas, observaba las personas procurando identificar rostros familiares o simples gestos conocidos que hubiera conocido años atrás; cuando creía lograrlo me sentía contento, pleno de dicha, como si le hubiera ganado una partida a la nostalgia y concluí por entrar al bar La Cabaña del Tío Tom en la calle 25 de Mayo. Era el doblete de mi adolescencia: el cine Odeón y luego un licuado de banana con leche acompañando un enorme pancho caliente.

Estaba en el bar bebiendo un licuado de banana con leche cuando lo vi entrar. Era un hombre que aparentaba tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años máximos, pero tenía más de cincuenta y cinco. Un bigote al estilo Alfredo Palacio le daba un aire de soberbia, su tez bronceada y su vestimenta de marcas europeas lo identificaban dentro de una clase social holgada, su expresión me resultó conocida. Fue un instante de ansiosa búsqueda que expresé hasta lograr ubicarlo en mi memoria, habíamos sido compañeros de escuela en el establecimiento La Chacra, como solíamos decir por entonces al colegio secundario Deán Funes. Cuando pasó por mi costado le salí al encuentro.
- ¿Hugo Busso...?
Al principio me miró desconcertado, yo lo hice fijamente, directo a sus ojos, procurando hurgar en su interior. El dio la impresión de hallarme un aire familiar, pero dudaba. Quince años de ausencia terminan por cambiar nuestra apariencia exterior y, con Hugo Busso, hacía treinta años que no nos veíamos, tal vez por eso respondió un poco desconfiado.
- Sí, efectivamente...
- ¡Soy Pablo Ramallo! Fuimos juntos al secundario -expliqué rápido orientándolo en sus recuerdos. Entonces me reconoció, me abrazó espontáneamente y nos sentamos en la misma mesa donde yo ya estaba ubicado, para rememorar anécdotas de nuestra adolescencia.

Si mi pasado pretendía morir sepultado en el tiempo, yo no estaba dispuesto a permitirlo, pensaba luchar para aferrarme con ese encuentro fortuito que venía a revivirlo. El destino había venido en mi ayuda y me sentía feliz.

Hugo comentó que se había casado hacía un montón de años y tenía un puñado de hijos. Era profesor de filosofía en una universidad privada y la vida parecía sonreírle sin grandes problemas a pesar que se quejaba de los salarios indecentes. Yo estuve por explicarle que en Europa los filósofos argentinos trabajan como mozo de bar o limpiando barcos junto el Sena, pero no dije nada y me limité a escucharlo. Después quiso saber sobre mi existencia. Cuando lo preguntó sentí una sombra invadir mi interior. Pensé, que si le comentaba que vivía en Europa y que los últimos quince años había estado viajando de un lado para otro, seguro me haría sentir extranjero como lo hacían todos. El se interesaría más por conocer costumbres y culturas de los países que yo había visitado, no continuaríamos más hablando de nuestras cosas, aún cuando en esa época eran demasiadas antiguas. Tampoco yo tendría la autoridad para hablar del país ni de la ciudad ni del Club Racing, mis palabras no tendrían credibilidad para dar cualquier opinión. Un extranjero puede recrear un evento, asentir o no a una posición local, interrogarse por acontecimientos o resultados, mostrando el punto de vista lejano que da la distancia, pero nunca podrá juzgar lo acaecido como un testigo histórico, como quien los ha vivido.

La ciudad ya había construido su historia sin mi presencia y me hacía sentir mal; entonces decidí mentir. Mentir para salvarme, para sujetarme a esas raíces que estaban cortándose con el tiempo e inventé una historia que pudiera justificar la ignorancia de los hechos acaecidos durante mi ausencia, pero que no me descartaría de la vida de la ciudad. Dije que vivía en un pueblo llamado Paraná de la provincia de Entre Ríos, allí había instalado una ferretería atendida, en ese momento, por mi hijo mayor ¿Y mi esposa? ¡Bah...! Mi esposa era una mujer simple, de la casa, que primero se había ocupado de los hijos y más tarde de los nietos ¿Para qué explicar su profesión de diseñadora de una casa de moda en París? Tampoco lo hubiera creído por mi condición de simple ferretero. Seguramente Hugo pensaría para sí mismo "¡Bastante campesino!". Después de todo era lo que siempre pensaban los capitalinos de la gente del interior.

La mentira era infantil, pero Hugo Busso creyó la historia. Se interesó un poco por la problemática del comercio, por la crisis de abastecimiento y por la mala política de mercado exprimida en los últimos años. Por primera vez no me sentía extranjero en mi tierra y podía reconstruir un pasado tan caro a mis sentimientos sin el hecho de tener que cotejar todo con los sistemas de otros países. Hugo me habló de su trabajo, de sus hijos y hasta me narró una relación simpática, extra conyugal con una peruana, colega de trabajo. Fue allí que decidí incorporar un nuevo elemento a mi mentira, mostrando curiosidad por el pasado. Y, de manera inocente, interrogué.
- ¿Te casaste con Lily?
- ¿Qué Lily...?
- Aquella piba que conocimos en un baile de Río Ceballos y que después salió contigo – Lo dije tratando de refrescar su memoria.
- ¡Sí que me acuerdo! Pero nunca hubo nada entre nosotros, al menos en aquella época... -respondió entrando en un mundo de reminiscencias que no podía ocultar. Acaso no iba a agregar más nada, pero sus pensamientos florecieron de golpe y sonrió con el placer individual de los recuerdos. Entonces comentó- Fue una historia curiosa. Un día desapareció y me enteré que se había casado con un tipo que la llevó a vivir a Europa. No volví a verla hasta varios años más tarde.
- ¿Vos la querías mucho?
- Más que quererla, la deseaba. Ella lo sabía y jugaba con esa situación.
- Afortunado el hombre que se casó con ella. Era linda mujer... –dije.

Tal vez porque el bar de pronto había quedado vacío, el silencio que se produjo se extendió entre nosotros lleno de recuerdos renovados. Lily Rodríguez revivía un pasado lejano y Hugo Busso pareció continuar en su universo, sólo algunos gestos incomprensibles se dibujaban en su cara, como tratando de poner orden en ese pasado que también él mismo revivía. Puede ser que por eso, sin consultarme, solicitó dos cafés al mozo del bar, evitando que nuestro encuentro pudiera darse por finalizado sin haber terminado de evacuar lo que tenía adentro. Y comenzó a evocar :
- Cuatro o cinco años más tarde la volví a ver, fue cuando Lily vino a visitar a su familia. Salimos un par de veces a comer y lo que tenía que suceder sucedió...
- ¿Cómo lo que tenía que suceder sucedió? ¿Te referís a Lily Rodríguez? -interrogué nervioso, porque dentro de mí algunos pájaros oscuros revolotearon sin horizonte.
- ¡Y sí...! Nos transformamos en amantes de paso. Cada vez que ella regresaba para visitar a su familia me hablaba por teléfono y nos volvíamos a encontrar -Lo dijo sin procurar dar una connotación importante al hecho, pero pareció reflexionar un poco más y agregó- Lo nuestro no podía tener futuro, ambos éramos casados y no estábamos dispuestos a modificar una vida ya construida. Esa relación duró diez o doce años, hasta que nos alejamos para siempre y no volví a verla más. Creo que terminó instalándose en Roma.

Largué una carcajada sin motivo que no supe explicar. Es posible que Hugo haya sentido mi risa por su historia clandestina de amor, de esa relación que habían tenido en episodios con la bella Lily, o por el miedo de los amantes de no confrontarse a otra manera de vida. Lo cierto es que me miró absorto o desconcertado. Luego, él también se puso a reír, pero no comentó nada.

Lily Rodríguez había sido una especie de diosa profana en nuestra adolescencia. Yo la consideraba mi primer amor juvenil. Al principio, pasábamos la mayor parte del día los tres juntos, íbamos al cine, al baile o nos sentábamos en el umbral de la puerta de su casa todas las tardes; después Lily comenzó a separarnos. Las salidas se volvieron de a dos, situación que nos llevaba a creer que ella estaba enamorada del otro, y entre nosotros se produjo una disputa no dicha. Entonces nos fuimos apartando poco a poco hasta que dejamos de vernos definitivamente, pero siempre unidos por el puente que representaba Lily.

Un día tomé coraje, le dije que estaba enamorado y con Lily nos volvimos novios de plazas en penumbras y de pasillos solitarios. Otro día le pregunté qué pasaba con Hugo, pero ella respondió con una carcajada y yo me quedé con un aire de idiota como si me hubieran interrogado por la teoría evolucionista de Darwin o el teorema de Castillón. Yo terminé insultando mentalmente a Hugo, diciéndome que a un amigo no se les hacía eso. Algunos meses más tarde me repetía lo mismo, que a un amigo no se le hacía eso, y corté con Lily aún cuando ya había aprendido a quererla y que me costaba olvidar lo que ya había aprendido.
El bar continuaba casi vacío y se prestaba a las confidencias. Acaso por eso fue que Hugo Busso me explicó de manera cómplice su relación con ella, con la satisfacción de una venganza tardía o la complacencia de quien podía compartir un secreto con alguien que también conoció a Lily.

Hugo estaba feliz, exteriorizando su triunfo sin ningún reparo, porque él representaba la vida conquistada a todo nivel, una familia sólida, una profesión brillante y el sabor dulce de haber tomado posesión del cuerpo tan deseado de nuestro amor de adolescencia. Para mí fue diferente, algo se había quebrado en ese pasado al cual me ataba y una duda me atravesó el pensamiento como una flecha ¿Hasta qué punto el pasado podía influenciar el presente? ¿Qué era el destino sino la concreción de lo fortuito? Esa mañana yo había salido para remontar el tiempo, avivar la memoria, revivir antiguas vivencias que me sirvieran para comprender mejor la vida, pero ¿de dónde me venía esa necesidad de hurgar en el pasado, como si buscara allí un punto de apoyo para saltar hacia el futuro?

Estaba en pleno cabildeo existencial cuando Hugo Busso me interrumpió para completar el panorama idílico de su aventura y que, a lo mejor, para ellos también había sido una necesidad de amar y ser amados.
- Lily era una buena amante, y si algún día la vuelvo a cruzar trataré de retomar esa relación magnífica que vivimos, tan salvaje como secreta- dijo a modo de conclusión. Pero ya había algo en sus palabras que manchaban cualquier sentimiento y me cansé de escuchar su confesión triunfalista. Me levanté sin haber finalizado el café y decidí volver a casa ya cansado de la ciudad, de sus anécdotas y de todos los antiguos amigos que no había llegado a ver.

Tomé un taxi, porque fue como si el tiempo comenzara a urgir en mis entrañas, ya estaba cansado de mi ciudad, deseando regresar de nuevo al exilio. Cuando entré en el comedor de casa, mi hijo me ofreció un vaso con vino como aperitivo y luego mi mujer se acercó a nosotros trayendo un plato con fiambres y quesos cortados en pequeños cuadraditos. La contemplé fijo y un torbellino de preguntas se acumularon en mi mente; tal vez tuve deseos de comentarle mi encuentro con Hugo Busso, el compañero de la escuela secundaria, no sé. Acaso a veinticinco años de matrimonio uno podía continuar enamorado de su esposa aún cuando el amor muchas veces duele en la espalda. Recuerdo que la miré hasta con curiosidad, pensando que cuando se corta con el pasado, recuperarlo se vuelve una actitud desesperada y no siempre es mejor que la sensación de sentirse extranjero en su propia ciudad. Mi esposa mantenía aún los restos de su belleza pagana y salvaje, la soberbia que fabrica el conocimiento del mundo y su profesión liberal. Tuve ganas de reír. O acaso de llorar, no lo sé. Pero ella sintió mi mirada que buscaba inquisidoramente el corazón de sus pensamientos y me preguntó.
- ¿Qué te sucede? ¿No te sentís bien...?
- No es nada Lily... no es nada...  ¡Ya pasará!




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