domingo, 20 de abril de 2014

 LA CARTA OFICIAL

Por  Juan Carlos Alarcón


Se podría decir que todo comenzó hace una eternidad. Se podría decir que la primavera en Francia no es siempre igual, ni tampoco son iguales sus colores. Hasta se podría añadir que el destino de la gente es como esos pájaros otarios de las ciudades que no saben a dónde ir. Digo esto, porque desde hace tres o cuatro años, en el barrio donde vivo, esperamos que se efectúen trabajos de refacción en el interior de las viviendas como en el exterior.
Vale explicar que, durante años, habíamos realizado centenares de reuniones. Invitamos a comer a concejales, a algunos diputados y hasta recuerdo que le hicimos ojos tiernos a un ministro que terminó perdiéndose en las calles del barrio. También firmamos dos millones de peticiones solicitando las tareas que, el Estado, debía efectuar en nuestras moradas, porque el Estado se venía quejando que en este barrio se gastaba mucha electricidad, agua y papel higiénico.
Todo estaba en ese orden: cada vez que el Estado nos recriminaba el consumo excesivo nosotros le respondíamos con una manifestación. Fue hasta que, hace algunos años, recibimos una respuesta oficial donde nos comunicaban que los trabajos habían sido aprobados y que comenzarían próximamente. Sin embargo, “próximamente” es una palabra abstracta y nadie sabía a ciencia cierta que quería decir "próximamente" para la administración pública.
Según la respuesta oficial, próximamente comenzarían los trabajos, por lo tanto nosotros, los habitantes del barrio, debíamos preparar nuestros departamentos de manera que los trabajos pudieran efectuarse sin escombros ni molestias para los obreros contratados por el Estado. La información era sensacional y yo abrí una botella de sidra para festejar ese evento.
Recuerdo que algunos vecinos no creyeron en esa carta, otros respondieron que habían votado por las nuevas autoridades y era el deber de ellas cumplir sus promesas. En cada reunión los vecinos expresaban sus pasiones más subrepticias. A veces parecíamos estar organizando un conciliábulo revolucionario, una especie de reunión del año 68 en retardo. Pero yo que no había vivido los prestigiosos momentos franceses de mayo del 68, esas reuniones me producían una viva emoción que serpenteaba por todo mi cuerpo.
De todas maneras, mi situación era diferente, ningún candidato en Francia me había prometido nada porque soy extranjero y tampoco voto. Es decir, salvo en el momento de pagar los impuestos, yo no le intereso a nadie y menos aún al Estado.
Si pago mucha electricidad, o si gasto demasiada agua porque una de mis novias tira dos veces la descarga cada vez que va al sanitario ¡A joderse!... Yo estoy demás en Francia y, si no me agrada, siempre hay alguien para recordármelo: "¿Entonces, por qué no regresas a tu país?". Pero, cuando escucho esta metáfora, yo aplico la política del mudo. Me quedo en silencio como buen estúpido y mirando para otro lado me pongo a silbar un tango de Gardel, puesto que he descubierto que a los franceses les gusta bastante la música exótica, aún cuando no entiendan nada.
No obstante soy optimista de nacimiento y, por las dudas, desde hace cuatro años en que llegó la carta oficial, yo instalé el horno en el medio de la cocina, al reloj mural lo colgué al interior de un placard para que no molestara cuando pusieran las nuevas líneas eléctricas, y ¡hasta compré un paquete de café para invitar a los obreros que vendrían hacer los trabajos en mi casa!... Algunos vecinos se burlaron por mi exceso de optimismo y la fecha de consumo del café, se venció sin que llegara a abrirlo. Pero creí que si el café había perdido su gusto y su virtud alimentaria, este conservaría un tiempo más el color de los buenos cafés ligth.
En la carta oficial nos explicaban que, dentro de las tareas previstas, nos cambiarían la bañadera, el inodoro, las puertas, las ventanas y hasta nos instalarían persianas rulantes
¡Persianas rulantes...!
En Francia las ventanas son sin postigos, salvo en las plantas bajas y cada uno las cubre con cortinas de telas transparentes, según su propio pudor. En Francia no existe demasiado pudor por el cuerpo desnudo y como yo vivo en un primer piso, todas las mañanas, temprano, me distraigo observando a mis vecinas.
Debo reconocerlo, poner persianas en las ventanas me disgustaba bastante, porque yo había descubierto que siempre tenía una ventana cerca de mi vista.
A mi me agrada contemplar mis vecinas a la mañana temprano. Es el tiempo en que ellas están apuradas por los horarios de sus respectivos trabajos. Eso hace que, por prepararse más rápidamente, toman el desayuno en ropa interior, luego entran a la ducha y, seguidamente, salen del baño totalmente desnudas para terminar de secarse y finalizan vistiéndose en el dormitorio a pocos metros de la ventana de mi departamento. Hasta algunas veces me saludan con la mano.
Este paisaje lo tengo todas las mañanas, puesto que mi escritorio está del lado opuesto al parque y da sobre la calle, sitio que elegí cuidadosamente para ubicar mi computadora. ¿Cómo iba a estar de acuerdo con las persianas?... ¡Nunca!...
El día que recibí la carta de la administración, me puse más loco de lo que ya estaba y grité con mi voz de tenor en liquidación, contra toda esa censura y contra el moralismo que pretendían implantarnos. Es importante saber que lo mío era la actitud del artista que necesita de la libertad para existir. Pero en el fondo yo soy extranjero y, el problema del pudor, para mí es diferente. A pesar de que mi dormitorio da sobre el parque de atrás del edificio, es fácil observar desde el exterior puesto que es el primer piso. Tengo que reconocer que ya estaba un poco cansado de acostarme con un piyama de tres piezas y de leer en la oscuridad para evitar los voyeristas nocturnos o matinales.
Mi departamento posee un gran balcón con dos grandes puertas ventanas. En el día se puede observar el parque y a esos pájaros idiotas que no saben donde ir a posarse y terminan de tanto en tanto en el interior de mi vivienda, únicamente para darle miedo a mi gato que no es muy corajudo que digamos. -
En las noches estrelladas de verano, yo puedo observar los adolescentes que van al parque para hacer el amor y que se burlan de mí y de mi muñeca inflable en látex que supe comprar en un remate de objetos usados un día en el mercado de mi pueblo.- Hasta el portero del edificio comenzó a burlarse de la calidad de mi muñeca inflable y me trató de avaro, de mezquino. Esta situación fue lo que hizo en realidad que yo cambiara de idea con respecto a las persianas rulantes. Los funcionarios de la administración tenían razón ¡era necesario que la gente pudiera tener un poco más de intimidad!
Mi departamento posee dos grandes puerta-ventanas que dan sobre un balcón y es la envidia de mis amigos franceses. Al nuevo sistema de persianas yo no quería perderlo por nada del mundo, puesto que ¡al fin...! yo podría leer tranquilo en la cama sin preocuparme de los mirones. Por eso, cuando llegó la carta oficial hace cuatro años, no quise esperar a último momento y desplacé todo los muebles del comedor al centro de la sala.
Es decir que eso me producía algunos pequeños inconvenientes: las sillas debían estar siempre apiladas sobre la mesa y los sillones sobre el sofá. Y, desde hace cuatro años, yo vivía en esas condiciones, salvo cuando tenía algún encuentro con la ternura; pero, en general, mis amigas cariñosas venían a visitarme de noche y partían con las primeras luces del alba como los vampiros. Durante el día me acostumbré a no recibir a nadie, esperando siempre que vinieran hacer los trabajos anunciados.
Desde hace cuatro años, espero todas las mañanas que lleguen los obreros para realizar lo prometido ¡Y lo prometido es mucho...! Aparte de los espacios comunes, del maquillaje a la entrada del edificio y de la iluminación de la calle, prometieron la instalación de una bañadera, el cambio de la pileta en la sala de baño, pintura incluida; el cambio del inodoro, nuevas instalaciones eléctricas, puertas, ventanas, el cambio de la pileta y de azulejos en la cocina ¡Y hasta me murmuraron al oído que podrían pintar de rojo el pecesillo de plástico que tengo, por cuestión de economía, en el acuario junto al balcón. Mi pecesillo no gasta en nutrición.
Con el correr del tiempo, los profetas apocalípticos del pesimismo colectivo de mi barrio, llegaron a convencerme. En la última reunión dijeron que las autoridades no tenían palabra y que todo fue una mentira durante el período electoral. Es necesario aclarar que los defetistas eran franceses y parecían conocer mejor a sus representantes.
Si esto aconteciera en mi país, yo no lo hubiera creído desde el primer instante, puesto que a mi conocimiento ninguna autoridad se interesaría en el consumo del agua y menos aún en el consumo de electricidad de un viejo edificio. Me acuerdo la vez que le pedí a un amigo diputado por Córdoba si podía hacer algo por la cámara séptica de mi casa que no estaba muy antiséptica y él se atragantó con una risa que no lo dejó respirar por varias horas. La segunda vez que le comenté mi preocupación por la misma cámara séptica, él me miró con cara de pena y misericordia; y, a la tercera vez, me prestó el dinero para realizar los trabajos con un interés del 20 % mensual, porque, aparte de ser diputado también era el usurero de la ciudad. Desde ese día aprendí a cerrar la boca para siempre !
Sin embargo, todos dicen que en Francia es diferente.
El mes pasado, bien temprano, mi novia venía de partir de casa y el mobiliario todavía estaba en orden. Yo no había aún remontado los sillones sobre el sofá ni construido mi pila de sillas sobre la mesa del comedor. En realidad, me encontraba dándome una ducha cuando el timbre de la puerta de entrada sonó inédito a mis oídos. Eso me desconcertó un poco. Yo sé que, cuando el sonido es tímido, es el cartero que me trae facturas a pagar como si tuviera miedo de anunciármelas; pero cuando el timbre suena intempestivo y golpea la puerta con los puños cerrados dos o tres veces con ansiedad, es también el cartero que participa de antemano a mi euforia, ya que él es portador de correspondencia de mi país.
A veces el timbre suena varias veces, con una enorme delicadeza, como si la persona interpretara una música de Moricone en los westerns de Sergio Leone; pero en ese caso, es siempre una amiga que tiene los ojos sedientos de cariño retenido y viene a visitarme tarde en la noche. Sin dudas, ella no podía ser. Esa mañana el sonido fue prolongado y medio tímido por la temprana hora y eso me desorientó un poco. Pensé que debía ser el cartero que había comenzado su ronda por mi casa para beber el café conmigo. Es por eso que enjabonado entreabrí la puerta, apenas cubierto con una pequeña toalla que había logrado tomar a las apuradas.
No tuve ni siquiera tiempo de abrir la puerta y reconocer al visitante cuando una veintena de personas penetraron al interior, como si fuera un huracán. En cuestión de minutos, todos los muebles fueron desplazados al interior de una de las piezas, mientras las ventanas y las puertas saltaban en mil pedazos. Las paredes de la sala del baño se llenaron de caños y cables. La sala comedor se transformó en un depósito de tarros de pintura, de perforadoras eléctricas, de escaleras y de otras herramientas.
En la cocina había obreros trabajando... En la sala de baño había obreros trabajando... En el comedor había obreros trabajando y en el dormitorio todos los muebles habían sido apilados sobre la cama. Hasta mi pobre gato lo habían colgado precariamente sobre la lámpara del techo y miraba aterrorizado ese mundo de invasores. Yo no tuve tiempo ni de vestirme. Me corrieron del departamento y, en el medio de la escalera, casi pegado al departamento de mi vecino, una mujer que parecía hacer la publicidad de alguna marca de dentífrico me atacó con mil preguntas para llenar un cuestionario.
Mi problema era simple, si abría los ojos, el jabón me entraba en las pupilas y me hacía arder hasta los intestinos. Si procuraba secarme con la pequeña toallita, la mujer y todo el mundo mirarían descaradamente mi cuerpo de Apolo jubilado. Tengo que reconocer que en ese momento mi vergüenza era más grande que el Arco de Triunfo en plena avenida de los Campos Elíseos. Y me resigné a la felicidad de aceptar los trabajos como una fatalidad exquisita.-
Se dice en Europa que en Francia la organización es una obsesión. Cada uno es especialista en su profesión y cada profesión se limita a una tarea específica. Pero esa mañana, cada tarea específica correspondía a una empresa diferente. La veintena de obreros que se encontraban en mi departamento pertenecían a igual cantidad de empresas diferentes y cada una de esas empresas estaba representada por una persona que venía con un cuestionario idéntico e idénticas preguntas. Todos ellos tenían la misma sonrisa publicitaria que denominan: gentileza de relaciones públicas. Y que incluso hay cursos en esa profesión de cuatro años para aprender a sonreír.
Las personas que se ocupaban de relaciones públicas eran personas muy apuradas por terminar de llenar sus formularios de preguntas y así poder continuar con el departamento siguiente. Las sonrisas se multiplicaban como fotocopias, salvo la de un joven muy simpático que parecía conocerme de alguna parte y se interesaba por mi condición de extranjero, originario de un país musical. El me contó que tocaba la trompeta con un grupo de Jazz en un bar de París. No obstante, su sonrisa era sospechosa y sus ojos atendían que me secara los ojos con la toallita para dejar libre el resto de mi cuerpo. Yo estaba por darle el gusto, puesto que mi ojo derecho comenzaba a irritarse peligrosamente, pero luego de recordar la risa descontrolada de una amiga en una noche de ternuras salvajes, me dije que mi espíritu no se encontraba para soportar una nueva derrota y decidí continuar con mi toalla atada a la cintura.
Desde la invasión de esos obreros ya han pasado varias semanas y yo terminé por habituarme a mi pequeña toalla. De tanto en tanto, algunos vecinos vienen a visitarme y entre todos nos observamos las toallas y reímos como buenos imbéciles porque ninguno sabe exactamente cuando terminarán los trabajos. La administración pública nos dijo que sería “próximamente”.
Como soy de naturaleza optimista aproveché para descubrir que este año la primavera era más cálida y que las calles de mi pueblo se parecían a las estaciones nudistas del sur de la Francia. Mis vecinos me observan de manera extraña cuando comento eso; pero estoy seguro que mi barrio puede parecerse a Saint Tropez o a Monte Carlo si uno tiene bastante imaginación. El pequeño inconveniente que existe, es que en mi barrio no hay veleros de 15 metros, ni casinos, ni hoteles de lujo, ni mesas de bares en las aceras. En realidad, tampoco hay aire puro puesto que se siente el perfume de la nueva estación de depuración de aguas servidas

Digamos que en mi barrio no hay gran cosa y que, por mucho tiempo, nuestra distracción favorita fue romper los autos de la gente que venía a visitarnos. Pero, era solamente por el cariñoso placer de poder dejar un buen recuerdo a los visitantes para que pudieran hablar de nosotros. A veces, muchas veces, sabíamos echar baldes de agua por la ventana para testar el buen o mal carácter de los visitantes, pero desde hace algún tiempo ya no tenemos tampoco agua.
No obstante los trabajos comenzaron hace varias semanas y todos estamos contentos, salvo algunos vecinos irritables que vinieron a descubrir que sus esposas dormían también en el lecho de otros vecinos. Sin embargo, yo expliqué que la culpa no era de esas mujeres porque con la oscuridad que reina en el barrio las pobres terminan confundiéndose de departamentos. La electricidad también fue cortada hasta que finalicen los trabajos y, según la nueva carta oficial, deberá ser “próximamente”.
Esta mañana, el cartero me corrió por casi todo el barrio porque todavía me queda un poco de dignidad entre las uñas de mis pies... Al principio creí que pretendía violarme, puesto que desde la semana pasada me viene mirando con ojos raros. Yo corrí como una liebre, pero como tenemos prohibido salir desnudos fuera del barrio me detuve junto al último edificio y allí, heroicamente, me preparé a soportar los ardores ilícitos del cartero. En la vida siempre hay situaciones difíciles que uno debe aprender a soportar con heroísmo. Entonces, cerré los ojos esperando lo inevitable, pero el cartero solamente quería que le firmara una carta certificada.
Era otra carta oficial que me mandaba la administración pública para explicar que mi departamento estaba quedando como nuevo y que, muchos de mis amigos franceses, se interesaban demasiado en ese departamento. En resumen, la administración me solicitaba de pagar un nuevo alquiler, según las nuevas características de modernidad o, de lo contrario, me explicaban que yo podía retornar a mi país y para lo cual tenía diez generosos días.
Por tanto, debo reconocer que la persona que me escribió esta última carta es bien intencionada. En la carta se me explica que esa medida no es un acto racista hacía los extranjeros y que, tampoco tenía que ver con las concesiones que la administración efectúa al electorado rubio de ojos azules que votaron por la extrema derecha. Y para demostrármelo, el Estado en persona estaba dispuesto a pagarme, con suma amabilidad, un billete de avión sin retorno hacia mi querido país.-



sábado, 5 de abril de 2014

LEYENDO A ENGREN

Por Juan Carlos Alarcon


Un personaje como el de Engren, en "Memoria de la Isla" de Patricia Rennella, propone fenómenos de identificación difícil de evitar para el lector que no es crítico ni intelectual de antiguos claustros académicos; y, sobretodo, si ese lector soy yo, artesano de mis sueños y de mis propios fantasmas.

Digo esto, porque el encuentro con Engren me trasladó a otro universo, a otro mundo, a otra historia que ya creía olvidada y que parece renacer como el ave fénix de entre sus cenizas, las mismas cenizas que el tiempo economizó en dispersar y que hoy se revuelven en mi estómago dejando un gusto fétido.

A este relato, únicamente por haber despertado mis recuerdos, se lo debiera dedicar a la bella Patricia, ya que fue leyendo su libro que golpeó mi memoria un hecho acaecido hace muchos años, en el ocaso de la década del treinta. Claro que, por entonces, el personaje no se llamaba Engren sino Cecilia y tampoco jugaba en la anfibología constructiva de una memoria. Cecilia era maestra rural, ni cualquier otra cosa que se le pareciese a pesar de sus 22 años y sin arrugas en la cara, como las que tenía Engren según el libro de Patricia Rennella. Cecilia había perdido contacto con su historia y era chiflada.

Por aquella época, yo venía de salir de la adolescencia y las mujeres me parecían "complicadas" en el íntegro síndrome gramatical de la palabra. Imagen falsa que mudé más tarde, cuando las mujeres dejaron de ser complicadas para transformarse en "chifladas", no sólo para mí sino también para muchos de mis amigos y, todo eso, por la simple imposibilidad de comprenderlas. Cecilia fue parte de ese periodo de mi vida dónde con mis veinte o veintiún años, más la soberbia de creerme propietario del mundo, yo encontraba que las únicas reglas válidas eran las mías.

Después cuando adulto, debo reconocer, estuve obligado a volver a cambiar de concepto sobre las mujeres para evitar que me colaran en la espalda el adjetivo de machista. Esa autocensura finalizó por hacerme olvidar los hechos funestos de mi juventud y guardé exclusivamente las anécdotas que más me convenían y así fui recorriendo mi destino.

Todo estaba en ese orden hasta que apareció Engren y removió mi jardín secreto, aparentemente no tan olvidado, para destapar la historia de Cecilia, y motivo por el cual no puedo dedicar este relato a la bella Patricia aún cuando yo lo desease. Por culpa suya, hoy corro el riesgo de que me cataloguen viejo machista, arcaico y verde.

A Cecilia la conocí un sábado, después de salir de la Confitería del Plata, cuando retornaba a la casa de mis padres donde yo vivía. Ese camino, lo desande a pie porque desconfiaba de la eficacia del tranvía y de paso me ahorraba el valor del pasaje. Recuerdo que iba silbando, las manos en los bolsillos, cuando a la altura de la calle Roma me topé con mis amigos cotidianos, esa barra irigoyenista que tanto nos producía pasiones controvertidas y me invitaron ir a visitar a doña Catalina cuya sobrina venía de arribar a nuestra provincia por cuestión de salud. Esa chica era amnésica y mis amigos se divertían haciéndole creer que todos eran sus primos.


En un principio, no quería ir porque la madre de Antonio vivía al lado de don Sótero, comisario de la 8ª y fanático demócrata conservador que, cuando nos encontraba, intentaba adoctrinarnos con sus ideas políticas y terminábamos en grandes discusiones estériles que me dejaban dolores de cabeza por varios días. Sin embargo, ese sábado, concluí por conocer a Cecilia-Engren y cuando la vi sentí que el mundo caía a mis pies. Cecilia se asemejaba a una compañera de mi escuela primaria "como dos gotas de agua", diría Engren, y a la cual yo había amado desesperadamente en silencio durante toda mi niñez y gran parte de la adolescencia. Pero, en ningún momento dudé sobre si una era la otra o si la otra era la una, ni tampoco llegué a confundir sus gratos recuerdos, aún cuando yo también había construido el amor a partir de la ausencia. Es decir, para mí, las cosas estaban bien claras y Cecy no era, ni tenía nada que ver con ese amor de mis doce años.

Cecilia era hermosa, rasgos sureños y cabellos largos ondulados, y dejaba traslucir una visible ingenuidad como para burlarse tranquilamente y poder hacerle creer cualquier cosa, ya fuera por su ignorancia campesina o por el mismo hecho de su amnesia, donde debía encontrar o inventar su propia historia. La pobre Cecilia tenía que recrear nuevamente todas las situaciones o acontecimientos de una mujer joven. Ella me contempló inocentemente mientras me tendía su mano y preguntaba.

- ¿Vos también sos mi primo?

- No, no soy tu primo -respondí turbado por el parecido que portaba con ese antiguo amor infantil, aquella niña amada en secreto.

Si alguna vez pensé que no quise entrar en la broma de "los primos" porque me producía pena su enfermedad, descarté esa idea de inmediato, ya que, al día siguiente, me hallaba de nuevo en esa casa, sabiendo que Antonio estaba ausente. Todos los domingos de mañana, él continuaba yendo al Colegio Robles para jugar al fútbol después de la misa.

Cecy me recibió en el patio, me contempló sin recordar el día anterior y, como si fuera la primera vez que nos veíamos, con una sonrisa cándida volvió a interrogar.

- ¿Sos mi primo?

- ¡No, no soy tu primo. Yo soy tu novio...! -dije divertido con la nueva situación que venía de imponer. Pero Cecilia no se inmutó y su sonrisa tampoco se borró de sus labios.

- ¿Y qué es ser novio? -inquirió curiosa mientras algún brillo desconocido se iluminaba en sus ojos o, al menos, así me dio la impresión.

No sé si fui capaz de responder enseguida; reconozco que no me atendía una salida de esa índole, ni me sentía muy seguro por la imagen que venía de fabricar. Me dije, que tal vez fue por la idea de ser el más original del grupo o, tal vez, porque la nueva situación podía darme la oportunidad aguardada desde niño para confesar un amor vivido sin jamás ser dicho a persona.

- ¿Qué es ser novio? -volvió a preguntar Cecilia dispuesta a no abandonar ese nuevo sentimiento ignorado por ella.

- ¡Y... novios son dos seres que se quieren, que se aman, como te amé todo ese tiempo que estabas ausente! -acoté embarazado por una explicación de tal naturaleza.

No sabía cómo podía tomarlo ni hasta dónde llegaba su amnesia, pero sí notaba que mis pensamientos se volvían sicalípticos delante de la posibilidad que podía desprenderse de ese acto inaudito. Sin embargo, tuve miedo de continuar, la pobre Cecy, que debía fabricar sus imágenes a cada palabra no había comprendido nada y expresó más estúpida que nunca.

- ¡Ah, cómo si fuésemos primos...!

Si, más o menos -me limité a contestar y partí apresurado, tratando de evitar a doña Catalina por la broma nada inocente que venía de hacer a su sobrina.

Varios días más tarde, las imágenes Cecilia/Engren, Engren/Cecilia, continuaban a mezclarse. El amor volvió a resurgir con ímpetu y por momentos podía ser auténtico, por momentos mentiroso. Yo estaba seguro que no era la niña de mis sueños y a pesar de ello las imágenes se confundían entre sí. Mis reminiscencias eran difusas, se proyectaban en el tiempo sosteniéndose únicamente en una vieja fotografía de escuela que conservaba como una reliquia preciosa, pero que iba perdiendo nitidez, volviéndose amarilla y resquebrajándose con el pasaje de los años.

Yo soñé con Cecilia, con sus ojos castaños y su sonrisa incauta, con su ternura inocente y sus caricias desconocidas, pero no me atrevía a ir a la casa de Antonio, todos estaban al corriente de esa conversación y me avergonzaba sentirme descubierto. Recuerdo que algunos de mis amigos ya habían empezado a hacerme bromas con respecto al "noviazgo" y, debo reconocer, Cecy había despertado mis fantasmas juveniles y los placeres de mis primeros secretos onanimistas. En ese momento, ella era una realidad concreta, tangible, palpable y aquello que nunca había sucedido, comenzaba a bullir en mi interior, volvíase factible ante su amnesia porque ella encontraba todo natural sin experimentar esos conflictos morales que ignoraba. ¿Acaso no era el sueño de nosotros, los jóvenes, ansiosos por vivir experiencias, poder hallar una mujer hermosa, sumisa e ingenua?

Esa semana la transcurrí preparándome para el instante que se produciría nuestro encuentro, nuestro choque emocional entre la razón y la ignorancia, entre la especulación y la ingenuidad, y llegué a modificar hasta la alimentación para estar a la altura de los acontecimientos tomando desayunos con frutas exóticas, leche de coco y nueces brasileñas. No había duda que estaba excitado delante de ese primer amor iconoclasta y pérfido.

Una tarde, mi madre entró al cuarto donde yo me atrincheraba reviviendo las situaciones que aún no se habían producido y -me informó- que mis amigos se hallaban esperándome en la sala comedor y así fue que me vi atrapado, sin alternativas, y tuve que enfrentarlos de una vez por toda.

Cuando descendí, todos estaban instalados, cómodos, alrededor de la mesa charlando animadamente. Mi padre descorchaba una botella de vino blanco para brindar y en el mismo momento que entré, mi madre me tomó del brazo jerarquizando mi presencia con su orgullo de buena estirpe.

- Te lo tenías bien callado -comentó en vos baja. Luego acotó- Es bonita y de familia seria.

- ¿Quién...? –pregunté.

- ¡Tu novia! -replicó Antonio que también había escuchado.

No sé si pude saludar correctamente, como correspondía a una persona educada, porque veía en los rostros de mis amigos sonrisas burlonas. Cecilia se acercó y besó cálidamente una de mis mejillas, con esa timidez que la hacía más atractiva y sentí, por primera vez, la ternura de sus labios sobre mi piel. Era un saludo que le habían explicado Antonio y "los primos", pero ese cuadro familiar me resultaba bastante trágico-cómico. La broma la estaban extendiendo a mis padres y eso me producía un sabor amargo. Sin embargo ¿cómo decirles que había sido yo quien comenzó ese juego para aprovechar de la inocuidad de una enferma? La explosión que desencadenaría mi padre podía quedar marcada en los anales de mi vida. No, lo mejor era continuar esa situación y traté de prepararme psicológicamente para ello. De todas maneras, el acto de poder corroborar que una mujer estaba interesada en mí parecía alegrar excesivamente a mi padre y no lo ocultaba. Y yo lo comprendía... El pobre comenzaba a inquietarse de mi soltería y como no me conocía ninguna novia, situación anormal a mi edad, sus dudas sobre mi condición viril se despertaban lentamente. Por eso, cuando le presentaron a mi "novia", él descubría soslayado que yo era un hombre íntegro y sus preocupaciones se disipaban para siempre; su euforia era lógica y poco a poco me fui adaptando a la comedia que, en definitiva, también me beneficiaba y concluí por tomar la mano de mi adorable prometida.


Más tarde, doña Catalina también pareció aceptar con buenos ojos nuestra relación y, así fue, que en una semana, Cecy y yo, terminamos siendo novios oficiales.

A ella la curaban en el hospital San Roque donde debía presentarse regularmente todas las semanas y yo empecé a acompañarla, cosa que doña Catalina agradeció de corazón porque le evitaba desplazarse. A menudo, de regreso, solíamos detenernos en el Parque Las Heras donde nos quedábamos conversando algunas horas aún cuando, en realidad, era yo que hablaba. Cecilia se limitaba a oír en silencio mientras le contaba mis proyectos, mis sueños y mis frustraciones. En resumen, yo abría mi vida delante de ella y, por primera vez, podía confiarme a otra persona sin tener recelos y bastante tranquilidad, sabiendo que al día siguiente ella olvidaría todo.

Una tarde, regresando del hospital, como tantas otras veces, nos detuvimos en ese parque rodeado por rejas que servía para ocultar nuestra intimidad. Entonces Cecy demandó tímida y con curiosidad.

- ¿Cuál es la diferencia entre el amor de primos y el amor de novios?

Puede ser que había demasiado inocencia en sus palabras o un dejo de temor que se podía adivinar también en ella, pero la frase sonó con ternura, con un cariño que podía existir sólo en mis sueños y fue suficiente para despertar mis ansias contenidas. Por algún lado, el cielo se vistió con dorados de fuego y mis manos se poblaron de caricias. Todo el amor que tenía intacto, por aquella compañera de colegio, flotó en el aire con el ímpetu de un sentimiento prisionero que se liberaba de golpe. Pienso que Cecilia tenía los senos vírgenes, porque cuando mis manos los buscaron tembló íntegra y de esa manera ella comenzó a aprender el abecedario de un amor primitivo, fabricado con mordiscos y delicadeza. Su amnesia era tan grande que debí inventar el deseo palmo a palmo, yo tuve que explicarle todo y, al final, apoyó su cabeza sobre mi hombro y así nos quedamos una eternidad o, apenas, hasta que tuvimos temor de la hora y emprendimos el regreso.

El regreso lo hicimos en silencio, como si las palabras hubieran perdido su significado. Ella caminó acurrucada bajo uno de mis brazos y fue entonces que tomé conciencia del amor, de ese amor nuestro, secreto y discreto, y que, en cada oportunidad que tenía, yo aprovechaba para darle nuevas lecciones. Muchas veces ella parecía olvidarlo rápidamente y debíamos recomenzar todo desde un principio; otras veces, nos limitábamos a estar en silencio. No sé cuánto la amé, porque el hecho se volvió una obsesión con los meses. La sensación de una conciencia ciega tomó cuerpo dentro mío, yo me estaba aprovechando miserablemente de su situación, de su ingenuidad amnésica y de la docilidad que exteriorizaba por aprender a conocerse. Hasta creo haber llorado y -me dije- que debía hablar con Antonio para explicárselo, al fin y al cabo, él había sido quien empujara nuestro noviazgo, pero Antonio estaba convencido de la honestidad de mis actos y creía en esa vía para ayudar la salud mental de su prima. No había duda que contaba con mi responsabilidad de amigo y la amistad era un sentimiento inviolable, sagrado, sellado por un juramento tácito. El ignoraba la vileza de mi comportamiento y seguramente, como era lógico, nuestra amistad se rompería. Acaso fue por eso, pero no sé exactamente por qué lo hice, lo cierto es que decidí expicárselo directamente a Cecilia, aún cuando no pudiera comprender el significado de las palabras ni los hechos vividos.

- Es difícil decirlo pero el amor, de tanto en tanto, es como un día de sol que finaliza bajo un cielo de lluvias...

Si Cecilia presintió la seriedad de los acontecimientos, nunca lo supe. Ella me miró absorta y fue a decir algo, no obstante continuó en silencio. Sus ojos se volvieron grises, tristes y el tiempo se tornó denso, poblado de preguntas sin respuestas. ¿Cómo explicarle que nuestro amor llegaba a su fin? ¿Cómo confesarle, que todo fue una mentira sin maldad hasta el instante que me enamoré verdaderamente de ella? ¿Cómo decirle que nuestro amor fue el perfume de su cuerpo impregnando mis manos? y no quise mirarla por vergüenza, ella no comprendía lo que sucedía, o tal vez si; o tal vez comprendía y se negaba a aceptar ese destino que yo procuraba imponerle una vez más ¿Cómo podía sentirse un hombre que inventaba el amor según sus propias conveniencia? ¿Cómo podía sentirse un hombre que toma conciencia que se estaba aprovechando de una enferma mental? ¿Es qué al final del camino el amor podía purificar la abyección de un comportamiento? ¡Tantos interrogantes sin respuestas! Entonces tomé sus manos entre las mías, no sé si fue para transmitirle confianza en sí misma o para compartir ese dolor que me carcomía íntegro. Y lloré... Lloré por la decisión de poner fin a nuestro cariño, la amaba y no podía continuar mintiendo. Cecilia se había transformado en mi primer amor de juventud y, justamente, por ese amor que podía sentir, tenía que despedirme, finalizar nuestra relación.

- A partir de hoy no seremos más novios.

- ¿Por qué...?

- No puedo continuar esta comedia

- ¿Has dejado de amarme?

- ¡No, todo lo contrario! Nunca quise tanto a una mujer como te quiero a vos...

- ¿ Entonces por qué...? -interrogó atándose a ese instante, adivinando que los hechos se le escapaban también a ella.

¿Es qué el primer amor se puede olvidar fácilmente? ¿Acaso no es un recuerdo latente que explota espontáneo delante de eventos imprevistos? Todavía me duele el dolor de aquella época. Cecilia no conocía la tristeza y sufría. Cecilia no conocía heridas de sentimientos ni el tiempo que podía demorar en cicatrizar una amargura y venía de descubrir todas esas sensaciones infaustas. Yo sentí la presión de sus uñas sobre mis manos, y sentí un temblor indefinido, vago, por la rabia que nacía en ella.

- ¡Pobre diablo! El dolor es parte del amor -dijo abandonándose a su destino.

- Mi pobre Cecy ¿Qué sabes tu lo que es la angustia en el amor?

- El amor no es propiedad únicamente tuyo, tarde o temprano todos pasamos por él. En un principio, nuestro "noviazgo" me divirtió tanto como a vos, pero sabía que un día tendría que terminar y me entretuve pensando ¿hasta dónde llegarías con tu juego?

De pronto volaron algunos pájaros en el cielo y sentí que sus manos quemaban las mías y las retiré intempestivamente, Cecilia hablaba con voz calma, firme.

Descubrir que la memoria podía renacer, revenir de golpe a su origen, como un bumerán, me aterrorizó enteramente y me sentí descubierto en una actitud ilícita. La falta de su remembranzas había sido la motivación de mis actos innobles y Cecy venía de recuperarla.

- La historia de los "primos" era más divertida y no por ello menos peligrosa, tus amigos pretendían jugar como los chicos: a los médicos y a la enferma, pretendían poner inyecciones en mis nalgas

- ¿Y cuándo recobraste la memoria? -demandé aún con la esperanza de que no recordase mis confesiones ni los fantasmas que le narraba convencido de su olvido posterior.

- Nunca estuve amnésica.

- ...

- La única manera que mis padres podían dejarme partir de casa era teniendo una causa importante. La idea de la amnesia me vino cuando leí una nota en una revista. Aquí exageré la enfermedad y me encontré con situaciones graciosas.

- ¿Y hasta cuándo pensabas continuar esa comedia? -pregunté ya totalmente humillado.

- Hasta que mis padres se acostumbraran a verme independiente.

- ¿Y nuestro amor?

-          ¡Pobre infeliz!... ¿Acaso yo no era amnésica...? ¿Ingenua...? ¿Una simple campesina a merced de tu sadismo?.



miércoles, 2 de abril de 2014

Entre mi abuelo y yo ¡estaba mi padre!

Juan Carlos Alarcón
                                                                                                                       



Acaso porque yo era muy pequeño cuando el viejo se murió, alguien me había dicho que el abuelo se había cansado de vivir cuando recién rondaba los ciento seis o ciento siete años y que había sido un viejo empedernido. También me habían dicho, que cada vez que veía pasar un tren de carga sin poder treparse, comenzaba a saltar como un jilguero enjaulado. Lo cierto es que la leyenda del abuelo fue creciendo con los años y se decía que había viajado mucho y tenía recorrido el país hasta los cuatro puntos cardinales. Alguien más, había agregado que por todos los pueblos donde él había pasado, siempre quedaba una mujer llorando de abandono junto a puñados de chicos que no podrían comprender nada. Pero, en realidad, nunca supe si esa historia la creí del todo porque tampoco recuerdo que haya golpeado alguna vez, a la puerta de casa,  gente extraña que pudiese hacerse pasar por miembro de la familia. Sin embargo, lo que muchas veces escuché y que a menudo lo creí, fue que yo había heredado del abuelo esa vocación peregrina y esos deseos locos de poder penetrar profundamente en las entrañas mismas de la distancia, aún cuando yo no era como él que iba dejando mujeres y niños a rolletes detrás suyo, ni tampoco me fui trepando a los trenes de carga seducido por el murmullo de los viajes. La mía era otra manera de viajar, yo me sentaba frente a la ventana de mi cuarto y me dejaba trasladar hacia mundos desconocidos. Era desde allí que yo partía para recorrer los territorios de una fantasía que ya no tenía casi límites. No obstante, entre mi abuelo y yo, estaba mi padre.

Mi padre, a los setenta y pico de años, todavía no se había cansado de vivir y solía decir que la vida recomenzaba siempre sobre cada instante del día, que era una cuestión del espíritu y del cariño con que se podían hacer las cosas. El no se cansaba jamás de admirar el sol al igual que los días nublados, contaba las estrellas de cien en cien y endulzaba sus mates amargos con las caricias de mujeres alquiladas, y todo, porque la suya se había ido a vivir desde muy joven a un jardín de cruces enumeradas.

Mi padre tomaba invariablemente su plato de sopa todos los mediodías y luego se recostaba para hacer una buena siesta y, así, reponer sus energías ya que por las tardes solía jugar a la pelota con sus sobrinos o sus nietos. Parece ser que él también había viajado mucho cuando joven, pero sólo lo tenía hecho por la provincia y en algunos pueblos -solía comentar- también creía haber dejado ciertas mujeres llorando en los caminos. Sin embargo, a los setenta y seis años ya no podía continuar viajando y apenas podía emigrar por las calles de su barrio, saludando a las vecinas cuando sus maridos se encontraban ausentes.

Una vez por mes, mi padre se armaba de coraje y se aventuraba hasta el centro de la ciudad para cobrar su magra jubilación de ex empleado provincial. Allí lo festejaba tomándose un chocolate caliente con churros y después se remataba con la quiniela donde expendía la mitad de su jubilación. Entonces, él era feliz, porque amaba el juego tanto como a las mujeres y con ninguna de las dos cosas parecía haber tenido suerte. Pero eso a él no le importaba demasiado y continuaba su vida promoviendo su filosofía: "Todo lo que se hace por amor no muere nunca".

Recuerdo que mi padre cumplía años por las primeras semanas de noviembre, pero siempre empezaba a disfrutar de su aniversario desde los primeros días de julio. No era que bebiese, el alcohol nunca le había llamado la atención, sino que era su revancha adelantada por los años que iba ganando sobre su espalda. De tanto en tanto, solía mirar hacia algún punto del horizonte y murmuraba palabras incomprensibles. Sin embargo, yo podía imaginar que estaría repitiendo algo así como: "Te jodí otro año mi viejo, lo lamento por tus ganas de llevarme..." Esa era su pequeña revancha que parecía gozar de buenas ganas, sin importarle el lugar donde pudiese encontrarse.

Muchas veces, mi padre intentó enseñarme el sabor voluptuoso de la libertad, como si pretendiese impregnarme del aire peregrino del abuelo, y me repetía infinidades de veces que a la vida había que aprenderla a respirarla sobre el polvo de los caminos, para poder sentir las sensaciones palpitar dentro del cuerpo. Yo no sé si lo aprendí, porque el mundo lo fui descubriendo en la biblioteca municipal y un día me encontré que me resultaba más fácil escribir las sensaciones que vivirlas. Recuerdo que mi padre reía a carcajadas cuando destapaba algún poema olvidado sobre la mesa de la cocina y a veces decía: "Un poema no vale gran cosa si adentro no hay un alma que palpita. Detrás de la puerta está la vida y esa sí que es una poesía que puede hacernos sacudir las emociones. La vida es una poesía que embriaga como el buen vino, por eso no hay que atragantarse".


Entonces yo lo observaba y me sonreía.

Si él fue o no un buen padre, en el término que dicen los psicólogos, tampoco lo sé. Pero si sé que fue un gran amigo y que siempre estuvo presente en los momentos más importantes de mi vida, nunca fue egoísta en sus consejos, ni tampoco me mezquinó la otra mitad de su jubilación cuando yo la necesité, ni las amigas de sus amigas que intentaban de enseñarme la ternura.

Entre mi abuelo y yo estaba mi padre queriendo unir dos viajeros. El pasaba largas horas narrándome las hazañas del suyo, sus aventuras enigmáticas y su permanente enamoramiento de los trenes.

Pero, tanto me hablaba del abuelo que un día percibí que, a medida que más entraba en los relatos, se le iban mezclando los tantos y el pobre abuelo, aun cuando nunca se le hubiese pasado por la mente, terminó por cruzar el océano e hizo hijos de diferentes colores alrededor del mundo entero. Creo que yo terminé por sentir una gran admiración por mi abuelo. En la misma época era capaz de acariciar una mujer en China, otra en Africa y lo mismo en Bolivia y, por supuesto, también dejó sus descendientes nacer al mismo tiempo: niños amarillos, negros y dorados.

Acaso fue por entonces cuando decidí escribir su historia, pero cometí la imprudencia de hacérselo saber a mi padre que me atajó de llano, mientras explicaba: "¡Pará carajo que el abuelo todavía no se ha muerto y viene de escribirme una carta desde el cementerio! Me pide que le llevemos arrope de caña con queso porque, a cada lado, tiene una vecina más seductora que la otra".

Yo reí a carcajadas por esa ocurrencia. Ese domingo, mi padre me sorprendió en el cementerio cuando yo llevaba para el abuelo un poco de arrope de caña con un pedazo de queso. No dijo nada, se limitó a sonreír, él también traía un frasco con arrope y un queso bajo el brazo. Ese día visitamos al abuelo con una complicidad que hacía ruborizar a sus vecinas y, sentados junto a su tumba, nos atragantamos de queso con arrope.

Después, regresamos juntos y decidimos hacer un alto en la vivienda de doña Juana, por cuestiones higiénicas -diría el viejo- pero como estaba llena de clientes nosotros terminamos jugando al truco en el patio de la casa.

Debo reconocer que a mí también me gustaba viajar desde la ventana de mi cuarto. Pero sólo fue hasta que el destino, o hasta que una mujer sacudió sus ojos en mis tripas, hizo que cruzara catorce mil kilómetros de océano a nado y terminara por sentarme en otra ventana, en un país con lengua extranjera y al que nunca terminé por comprender en totalidad. Entonces mi padre se transformó en escritor de cartas y todos los meses me enviaba una. A veces me criticaba que las zapatillas que me había olvidado en su casa tenían un hueco y él no podía usarlas en invierno o en sus viajes periódicos para cobrar la jubilación. Otras veces me escribía para contarme, que alguna mujer venía de reclamar los derechos maritales de su hijo, poeta en el exilio. Otras tantas cartas eran para que yo le pronosticara en francés algún número para la quiniela. Pero ya no hablaba de su padre ni de las proezas recorridas.

Acaso porque las noticias lejanas deben viajar mucho llegan siempre a la noche; no lo sé. Pero me enteré que mi padre había salido a caminar por su barrio cuando de golpe se sintió mal. O tal vez fue cuando se estaba burlando de ese nuevo año de vida, o cuando andaría corriendo con algún marido celosos detrás de él. Lo cierto es que se fue también a vivir al cementerio y, por hecho del azar, lo hizo al otro lado de la ciudad de donde estaba el abuelo.

Yo creo que lloré, hasta es posible que le haya escrito un poema en endecasílabo como para poder sosegar mi espíritu. Han transcurrido ya muchos años y no lo recuerdo muy bien, los recuerdos se volvieron un poco vagos. Pero de lo que sí me acuerdo perfectamente es que mi hijo se sentó a mi lado y, sin murmurar una sola palabra, se puso a tocar la guitarra, fue una antigua canción que siempre solía cantar mi padre cuando estaba triste. Acaso después abracé a mi hijo y lo terminé por mandar a regar al enano, como denominábamos la pequeña planta bonsay que teníamos en casa. O acaso, por una cuestión de hábito, lo mandé a estudiar para sacármelo de encima.

Algunos meses más tarde de dicha noticia, recibí una carta de mi padre y me fijé rápido en el sello para comprobar si venía del cementerio. Me sentí defraudado al verificar que no era así, era una carta que llegaba con retardo por cuestión del correo. Allí mi padre me pedía que le mandase ropa impermeable ya que andaba sintiendo ganas de cambiar de vivienda y, a dónde él podía ir, sería una casita muy pequeña y húmeda.

Creo que fue desde entonces que comencé a contar a mi hijo las aventuras de su abuelo, casi como para que él pudiese aprender a rebelarse de las estructuras formalistas y pudiese llegar a conocer la libertad, que es una cuestión de espíritu. Creo que también le hablé de países sin fronteras y que la ternura hay que sembrarla día a día para que crezca dorada como el trigo. No sé si mi hijo aprendió, porque se fue enamorando en diversos países y las mujeres lo dejaron a él. Lo cierto es que fue algunos años más tarde cuando descubrí que se aferraba, cada vez más, a su profesión de trapecista sobre las cuerdas de los pentagramas y por debajo de la puerta de su cuarto, donde solía encerrarse, huían los acordes de una música bastante rítmica construida desde sintetizadores y guitarras eléctricas.


Al principio yo reía a carcajadas cuando el vecino venía a quejarse por no poder dormir a causa de los ruidos que salían de la ventana de mi hijo. Pero comencé a interesarme en su guitarra eléctrica y en sus instrumentos parabólicos el día que arribó otro vecino, que habitaba al otro lado del barrio, para solicitar mi intervención porque el repertorio no le agradaba a pesar de que era una música muy de moda. Creo que fue en ese mismo momento que me senté a escuchar sus nuevas composiciones. Eran letras que narraban la historia de su abuelo, el amor por la libertad y las visitas a doña Juana. Y tuve que pararle el carro en seco, diciéndole: "¡Vos estás chiflado o tenés gorriones en la cabeza. Pará de componer macanas que tu abuelo todavía no está muerto. Mirá, él viene de escribirme una carta y nos pide que la próxima vez que pasemos por el cementerio, le llevemos un litro de cola de quirquincho porque a su lado vive una mujer muy atractiva y también pide un par de botas de goma ya que cuando llueve se le inunda la tumba!".


(Primera publicación “La Voz del Interior”, Córdoba, Arg. 4/06/1989)