¡Ah, he dormido un sueño de muerto!
¡Verdaderamente, un sueño de muerto!
(Yanusari Kawabata "Las bellas dormidas")
¿Es el destino que produce nuestras elecciones en la vida o son las
elecciones que hacemos que determinan nuestro destino? Lo pensé mientras observaba el lugar, porque estar en
ese sitio no se debía al destino. De todas maneras sabía que eso no explicaría
mi comportamiento, ni tampoco podría justificar mi presencia en ese lugar, y decidí
cambiar de pensamientos para no meditar demasiado sobre la responsabilidad de
mis actos. A cierta edad uno ya no pretende asumir más las responsabilidades.
El cuarto no era un cuarto sino un salón amplio con
una mesa pequeña puesta discretamente contra la pared, pero no tanto como para
ignorarla y, sobre la mesa, había un puñal de mango corto. En realidad tampoco
era un puñal extraordinario ni siquiera tenía nada de original, era más bien
uno de esos cuchillos que abundan en los escaparates de cualquier comercio del
ramo y que aparentan no tener propietarios ni valor.
La mesa era rectangular, daba la impresión que sus
patas habían sido cortadas a la mitad para ser baja y tampoco era original ni
artística. La mesa, estaba cubierta con un paño azul obispo, que pretendía
ocultar su sentido banal, y estaba justo debajo de un crucifijo de madera,
donde la imagen de Cristo parecía sufrir más de lo habitual. Sin dudas ese era
un rincón religioso y místico.
Delante de la mesa, sobre el piso, había un almohadón
cuadrado donde uno podía arrodillarse para rezar o al menos era la idea que se
pretendía dar. Ese rincón había sido preparado cuidadosamente, como si alguien
hubiera tratado de armar una capilla casera para sus huéspedes. Sonreí, porque
yo era cristiano más por tradición que por convicción. Desde niño aprendí que
tenía que ser católico y que debía seguir algunas reglas que no siempre llevé a
cabo por simple negligencia.
La estancia era grande y se asemejaba al establo de
una propiedad de campo, decorado y ordenado para la circunstancia de mi
estadía. Se podía caminar tranquilamente sin experimentar la sensación de
asfixia; pero indudablemente ese lugar jamás había servido como establo. La
estancia se encontraba en el primer piso de la vivienda y el único acceso
posible estaba ubicado en el interior, había que subir la escalera hasta llegar
al cuarto transformado en establo, sin que jamás haya sido establo. Ese lugar
nunca había servido como cobertizo de animales de ninguna especie, aún cuando
se sintiera el olor de la alfalfa y se pudieran ver restos de pastos secos y
herramientas de labrador.
El ambiente me resultaba familiar, evocaba mi
adolescencia ¿Cuántos nombres queridos quedaron borrados de mis recuerdos?
¿Cuántas vivencias se acumularon detrás de sufrimientos y alegrías repetidas? El
lugar estaba bien decorado, pero la cama contra la pared desentonaba en esa
escenografía campestre. Era una cama antigua pasada de moda, como esos lechos
que se utilizaron en otra época cuando el espacio de las viviendas no
significaba un lujo.
Mis padres habían tenido una cama enorme de dos
plazas y media, como si no quisieran molestarse cuando dormían. Por entonces,
yo estaba convencido que era mi madre quien había escogido ese tipo de cama
porque le molestaba la presencia de mi padre. Ella dormía acurrucada en el lado
opuesto, buscando aumentar la distancia que la separaba de su marido por las
noches. Dormía en silencio, casi sin respirar, procurando no despertarlo. Yo
muchas veces los había espiado y los había descubierto en esa posición. Mi
padre tenía otro comportamiento; dormía de espalda con los brazos abiertos,
como si estuviera por ser crucificado y roncaba con la fuerza de un toro
cansado después de haber trajinado toda la jornada. Mi padre era campesino y no
lo ocultaba ni cuando dormía. Su sueño profundo, agitado y pleno de ruidos
extraños, contrastaba con el sueño de mi madre que parecía dormir con miedo,
con temor a despertar a su marido. Pero ¿por qué me ponía a recordar cosas
transcurridas ya hacía muchos años? ¿Era el ambiente aldeano que me producía
esas asociaciones de ideas? ¿O simplemente era la cama que se parecía a la de
mis padres? Posiblemente las dos cosas.
Esos recuerdos todavía estaban marcados dentro de mí.
Recuerdo que en los otoños mi padre preparaba los víveres para el invierno, era
la época de faena y carneaba animales para hacer embutidos que apilaba en el
galpón, detrás de la casa. El sabía explicarme que la faena tenía que ser
precisa y rápida, sin dar tiempo a las bestias de sentir que estaban muriendo.
Mi padre tenía toda una teoría con respecto al sufrimiento de los animales y
trataba de inculcárnosla. Sin embargo, nunca seguí sus teorías piadosas, yo
experimentaba una especie de placer con la muerte y, la primera vez que me dejó
utilizar el cuchillo para degollar un lechón se lo clavé en el vientre. En
realidad lo hice a propósito, para que el animal se diera cuenta que estaba por
morir, ¿para qué engañarlo? Deseaba ver su miedo ante la muerte. Fue un placer
salvaje que sentí, pero no dije nada para evitar una reprimenda mayor. De todas
maneras sabía que, teorías piadosas o no, el lechón terminaría en embutidos
sobre los platos de nuestra mesa.
Mi historia estaba atada al campo y mis
reminiscencias pertenecían a esa época de la infancia. Sin embargo, esa cama no
era igual a la de mis padres que tenía respaldares de hierro forjado, y que
alguien de la familia había fabricado especialmente como regalo de boda dónde hasta
el pequeño espacio que ocupaba mi madre parecía haber sido construido como un
refugio. Esta otra poseía respaldos en madera rústica, al estilo provenzal, y
no daba la impresión de que quien la hubiera fabricado hubiese puesto un
sentimiento particular. Seguramente porque desconocía el destinatario de su
trabajo. La cama de mis padres estaba impregnada con la personalidad de sus
ocupantes. ¿Por qué continuaba pensando en ellos y sobre todo en mi madre? Su
muerte se produjo cuando yo era niño y mis reminiscencias eran indefinidas.
Tuve deseos de reír, y me senté en un sillón con una
copa de vino en la mano. La culpa de estas elucubraciones y reminiscencias,
como de los acontecimientos que se desarrollaban, la tenía sin lugar a dudas
Yanusari Kawabata con su pérfida historia de "Las bellas dormidas". Las camas no eran iguales y la
mujer que dormía en ese momento tampoco era una mujer; en todo caso todavía no
era una verdadera mujer, se parecía más bien una niña que aparentaba tener 23
años aún cuando en realidad tuviera 27. Su belleza se componía de la frescura
espontánea de la juventud, como esos pimpollos de flores que comienzan a
reventar con los primeros calores de primavera. Pero toda su apariencia era
engañadora porque era una mujer alquilada que venía de una ciudad agrícola.
Era más de media noche, afuera el clima continuaba
cálido y lleno de silencio. Entonces pensé que sería agradable salir a caminar
por el campo, sentir el perfume silvestre de la hierba mojada por el rocío,
pero el cansancio nocturno comenzaba a invadirme y decidí continuar en el
interior del establo transformado en dormitorio sin que nunca hubiera sido
establo ni dormitorio.
A los 89 años uno se cuida de la humedad nocturna y
de los cambios de temperatura, aún cuando fuera primavera. Sin embargo ¿qué
importancia podía tener el tiempo en ese momento? Me lo pregunté sin muchas
ganas de responderme. Adentro me encontraba bien, la temperatura había sido
mejorada con la ayuda de algún artefacto eléctrico que se notaba a simple
vista.
La joven proseguía durmiendo profundamente y, como en
la historia de Kawabata, tampoco se despertaría hasta el día siguiente sin
interesarse por los acontecimientos que durante su sueño podrían ocurrir. La
observé con ternura, sabiendo que era un sentimiento que no correspondía a esa
realidad y hasta podía parecer ridículo. El ambiente era cálido y la joven se
había destapado por instinto dejando al descubierto la mayor parte de su cuerpo
desnudo.
Ella estaba allí exánime, ignorando mi presencia. Yo
podía acariciarla sin impedimentos, sin la vergüenza de los viejos vetustos y
hasta podía liberar todas mis fantasías sexuales. Podía jugar con su cuerpo en
libertad y hasta morderla sin riesgo de despertarla ni de hacerla sufrir. Pero,
a los 89 años, las fantasías también se van atemperando y concluyen durmiendo
entre los recuerdos que abundan cotidianamente, por eso me limité a
contemplarla, como quien observa una escultura por sus formas delicadas y su
belleza estética.
¿Hasta dónde la presencia de la joven podía ser
consecuencia del destino? Lo imprevisible no existía ¿o acaso debía aceptar la
idea de que el destino es una simple mezcla de imprevistos que se producen en
orden cronológico? Fue en ese instante que pensé en que debía haber traído el
libro de Kawabata. Al fin y al cabo si me encontraba en ese lugar era por esa
razón. En ese tiempo Borges también me fascinaba con sus historias
inverosímiles. Pero Borges con su moral victoriana me incomodaba, en cambio
Kawabata, pagano e irónico con su cultura mística y dramática, lograba crear
una atmósfera poética y su obra despertaba mis instintos sensoriales más profundos.
Cuando leí por primera vez "Las bellas dormidas" fue en una versión francesa mal
traducida y me pareció un libro erótico que había logrado transmitirme sus
propias fantasías. Mi esposa ya había fallecido hacía muchos años y me dije que
debía calmar mis energías libidinosas con una prostituta, sin que en realidad
pudiera hacerlo a causa de la vergüenza. Una puta reiría a carcajadas del viejo
cárcamo que yo era entonces y terminé por incorporar otra nueva frustración a
mi vida. En realidad, siempre estuve cargado de autocensuras, eran sentimientos
de culpabilidad que a menudo torturaban mis pensamientos.
La acumulación de culpas y tormentos, de pecados y
martirios, me transformó en poeta. La mala fortuna de jugar con las palabras y
la imaginación, o simplemente una primera desilusión amorosa, hizo que de a
poco fuera construyendo poemas que nadie leía, porque eran mis propios
sufrimientos, mis propias culpas de no saber amar. No obstante, algún tiempo
más tarde, me presenté a un concurso de poesía que no gané, pero me sirvió para
confirmar una vocación que me seguiría a lo largo de la vida y los libros se
sucedieron para alimentar mi vanidad de escritor de amigos.
Recuerdo el día que cumplí 73 años, toda mi familia
se había reunido para festejarlo, fue un día feriado y algunos de mis nietos
llegaron acompañados de amigos. Enrique, el más grande, lo hizo con una joven
con la que andaba en amoríos. Era elegante, esbelta y vestía una pollera muy
corta mostrando sus piernas moldeadas que todos los hombres admiramos en
silencio. Ella estaba habituada a ser admirada y se desplazaba sin inhibición,
como si la mirada impertinente de los hombres fuera un acto natural y justo.
Varias veces se me aproximó interesada por cosas del pasado. El pasado parecía
tener una importancia grande en su vida. Pero cuando estaba frente mío, parecía
mudar de comportamiento y se sentía incómoda, casi enojada con su pollera
corta. Recuerdo que sentí vergüenza de haberla observado como lo hacían los
otros hombres y traté de hacer abstracción de sus piernas. Alguien comentó
irónico, que estaba haciendo méritos para entrar en la familia, pero yo no sé
qué pensé.
Ella me recriminó haber abandonado la escritura, como
si la producción literaria –dijo- fuera un trabajo para preparar la jubilación.
Ella era una pesimista histórica, y nos hacía responsables a los viejos de la
herencia de sentimientos confusos dejados sobre las espaldas de los jóvenes. Me
gustó su insolencia que mostraba sin maldad, apenas como una constatación de
actos y consecuencias. Me habló de su infancia, de sus estudios y de su anhelo
por ganar un espacio literario porque también escribía. Ella había leído la
mayor parte de mis libros y me los comentaba sin esperar explicaciones. Recuerdo
que me quedé dormido y, cuando desperté, ella continuaba a mi lado leyendo un
libro mío. Hacía calor y la transpiración se le pegaba a la piel, su blusa
amarilla dibujaba la forma de sus senos agitados.
A los 73 años, uno ya se es decrépito, pero aún
restan fuertes vestigios de sexualidad que no se llevan a cabo por vergüenza de
enfrentar a una mujer. Cristina me había despertado deseos carnales, y yo la
recordaba con su blusa amarilla pegada al cuerpo. Esas imágenes alimentaban mis
fantasías con tanta intensidad que un día tomé la decisión de ir caminando
hasta la calle de las putas. Era media mañana y no había mucha gente, el
comercio del amor parecía ser más próspero de noche, como si las sombras
valorizaran más los placeres.
Recuerdo, que comencé a buscar una mujer joven que se
le pareciera; sin embargo, cada vez que me encontraba delante de una joven
prostituta un sentimiento de encogimiento invadía mi cuerpo, entonces me
dirigía hacia otras de mayor edad. Pero como la vergüenza no disminuía,
continué buscando hasta finalizar delante de una mujer tan vieja y achacada
como lo era yo mismo. La miré con piedad, con repugnancia y tuve ganas de vomitar...
Y vomité salpicándola íntegra. La vieja prostituta me miró sin comprender, o
tal vez comprendiendo y por eso me tomó de un brazo para ayudarme a encontrar
un sitio donde apoyarme.
La memoria es lo único que no se pierde, me lo dije convencido por todos
los recuerdos juveniles que había logrado despertarme Cristina. Pero, delante
de esa prostituta con sus dientes corroídos por tanta nicotina, delante de esa
vieja sin forma de mujer porque los años ya la habían castigado mucho, sentí un
hastío profundo, como si estuviese traicionando todas mis reminiscencias. Ella
me miró sonriendo, reconociendo su calco deplorable. Yo estaba aturdido y avergonzado,
la situación se había tornado grotesca y la gente nos contemplaba entre
divertida y apenada porque nosotros éramos el espectáculo decadente de la
miseria humana.
Por fortuna, un amigo de mis nietos, pasó por el
lugar en ese instante y cuando me vio en semejante trance, pensando que una
indisposición a mi edad podía ser delicada, vino urgente en mi ayuda.
- ¿Qué sucede don Pablo? -interrogó preocupado.
- Hace más de una hora que estoy buscando la
panadería y creo que me he perdido.
La anécdota de la panadería debe haber recorrido varias
veces el mundo, porque hasta hace poco la continué a escuchar con nuevos
agregados que descomponían de risa a los auditorios.
A partir de ese día mi familia pensó que era peligroso
dejarme aventurar solo por las calles y, desde entonces, cada vez que pretendí
salir a caminar, siempre había un chico que me acompañaba para evitar que me
perdiera de nuevo. La libertad se me restringió, pero no me molestó demasiado
porque ya había abandonado la idea de hacer el amor con una mujer.
De todas maneras Cristina desapareció luego de romper
su noviazgo con mi nieto, y como Enrique comenzó una nueva etapa casándose con
otra mujer a la que todos parecían querer bien, ya nadie habló más de ella.
Muchas veces pensé que la escritura era una trampa en
la que es fácil caer, uno juega con los sentimientos como quien juega con las
palabras y la moral es una frontera sin sentido, sin límites. ¿Por qué pensaba
en Cristina? ¿Es que las personas se vuelven significativas sólo por la intensidad
de los encuentros? Es posible. O quizás la presencia de la joven en el lecho me
llevara a recordarla. De alguna manera, también me estaba prestando su cuerpo,
aún cuando lo hiciera por dinero y no pudiera verme por su estado de total
inconsciencia. Pero rápidamente mudé de idea, esta joven no me prestaba su
cuerpo, ella no me conocía, lo suyo era un servicio social como el de esas
enfermeras que cuidan a sus pacientes durante toda la noche. En esa actitud no
había romanticismo ni sentimiento alguno, en cambio, en el acto de Cristina hubo
un valor mucho más profundo ¿Qué podía pensar Cristina si supiera lo que estaba
sucediendo allí? Seguramente lo comprendería. Más aún, quizás la hubiera
inspirado para escribir una historia. Yo mismo hubiera hecho lo mismo si
tuviera 30 años menos. Sin embargo dejé de escribir el día que descubrí que mi
imaginación se había tornado salvaje para mi edad y que, entre la imaginación y
la realidad, las fronteras se habían vuelto una forma peligrosa de vivir. Mi
vida era calma, tranquila, como esos ríos que corren pasivos por las llanuras,
pero que en el fondo están llenos de torbellinos, de corrientes subterráneas,
transformando las apariencias serenas en arriesgados sistemas de vida.
El japonés Yasunari Kawabata engendró la solución a
mis problemas libidinosos. La idea del amor como último acto de la vida se me
fue encarnando poco a poco. En la historia de Kawabata, los viejos decrépitos
contrataban los servicios de un prostíbulo, dónde las jóvenes eran drogadas y
dormían durante el tiempo en que los viejos liberaban sus fantasías. El método
no era muy ortodoxo, pero de esa forma los pobres ancianos no soportaban la
humillación senil. Por otro lado, las jóvenes desconocían a sus clientes,
liberándolos de la vergüenza de ser reconocidos más tarde en la calle. Visto
desde ese punto, el prostíbulo no era un prostíbulo sino una especie de centro
de asistencia para ancianos. Claro que eso podía existir solamente dentro de la
cultura japonesa, donde el respeto por la vejez era evidente, más allá del
cinismo del relato de Kawabata.
La idea era interesante; pero en una sociedad occidental, establecimientos
de esa índole no podían existir. A los
viejos nos controlan los gastos personales, como si fuéramos niños
irresponsables, disminuyéndonos la posibilidad de contar con nuestros propios
fondos y poder pagarnos un buen placer.
Lo que sucedió con mi amigo René fue un ejemplo claro
de la incomprensión humana. El gustaba de las mujeres y siempre había corrido
detrás de ellas, se complacía teniendo sus relaciones sexuales en los sitios
más inverosímiles: en los ascensores, en las playas de estacionamientos, en las
aceras públicas, en los pórticos de los edificios o en el interior de las salas
cinematográficas. Era un hombre insólito, inesperado e inconcebible y, siempre,
nos deparaba sorpresas con sus aventuras sentimentales. Recuerdo que, durante
una fiesta familiar, se puso a hacer el amor con su prima debajo de una mesa, y
cuando lo descubrieron se produjo un escándalo general. Pero él era así,
necesitaba del sexo para vivir y a los 74 años continuaba con toda su
efervescencia erótica.
Creo que fue más o menos por esa época, estábamos conversando
tranquilamente en la plaza cuando descubrimos una pareja de jóvenes sentados en
otro banco. No estaban muy lejos de nosotros y pudimos verlos en pleno acto
sexual; el muchacho tenía a su compañera a caballo dándonos la espalda, sus
movimientos no eran violentos, más bien discretos y armoniosos, pero la
muchacha no podía controlar sus gemidos de satisfacción y eso fue lo que atrajo
nuestra atención. El hecho nos causó mucha gracia, nos recordaba nuestra
juventud lejana y rememoramos algunas anécdotas ya casi olvidadas. Sin embargo,
después de ese espectáculo, René quedó muy excitado y le pidió dinero a su hijo
para pagarse una prostituta. Fue otro escándalo, dijeron que se había vuelto
loco, lo catalogaron de viejo verde, de perverso sexual, de maníaco
incorregible. Semanas más tarde, lo internaron en un geriátrico ocultándolo a
la sociedad, lejos de todas las tentaciones, porque había cometido un grave
delito, demostrar que los ancianos también podían mantener una sexualidad
activa. El pobre René no pudo soportar ese nuevo sistema de vida y finalizó
muriéndose mucho antes de lo que él mismo hubiera pretendido.
- ¡Pobre René!, comenté casi en voz alta. El, que
tanto llegó a gustar de las mujeres jóvenes, esbeltas y elegantes, y que era
capaz de llevar en una libreta la cuenta de sus conquistas para orgullo de
nuestra clase machista, tuvo que morir rodeado de otros viejos enclenques, caducos
y celosos de los secretos. "¡Pobre René!", volví a repetir, pero esta
vez tiernamente.
La joven continuaba durmiendo en la cama. La noche
debía ser inolvidable, suntuosa, significativa y, por consecuencia, la más fatídica
de mis 89 años. Únicamente por esa razón debía dedicársela a la memoria de
René. Y así lo hice.
Me senté en el borde la cama para desvestirme y de
pronto mis manos comenzaron a temblar como si me atacara el mal de Parkinson, pero
no podía ser esa enfermedad. A pesar de mi edad todavía mis fuerzas motrices
respondían a las órdenes del cerebro. Mis manos se sacudieron irregulares y
sentí una especie de cosquillas debajo de la axila. Sonreí. Era un movimiento
somático que, cuando me contrariaba alguna situación, mis manos se ponían a
temblar de rabia, quizás por la impotencia de no poder modificar el destino. A
veces me divertía y otras tantas me encolerizaban. Sin embargo, me extrañó en
ese momento donde nada parecía contrariarme, todo se iba desarrollando como
estaba previsto, se había buscado controlar el azar en todos sus detalles. No
había motivos para inquietarme. Acaso me faltaba solamente la excitación de la
semana anterior cuando me preparaba para el evento de esta noche, pero eso no
era una contrariedad, la conmoción había sido remplazada por otro estado de
reflexión, calmo y tranquilo y sin duda me hallaba satisfecho con lo que estaba
viviendo. Decidí esperar unos instantes para que pasara el temblor de mis manos
que, normalmente, era pasajero y duraba apenas unos minutos.
A un costado del lecho, cuidadosamente doblado, había
un pijama. Los organizadores habían considerado todo, hasta los mínimos
pormenores y no tenía motivo para quejas, el servicio saciaba los anhelos más
encumbrados de cualquier visitante. Me puse el pantalón dejando el torso
desnudo según mi antigua costumbre.
A diferencia de Eguchi, el personaje de Kawabata, yo
sabía el nombre de la joven que dormía; se llamaba Any Lorac y era estudiante
en un jerarquizado establecimiento universitario. Any era un diminutivo posiblemente
de Ana y eso le daba un contenido humano a su comportamiento inerte. Es cierto
que hubiera preferido poder conversar con ella, discutir sobre la condición
humana y sus mecanismos psicológicos, pero también era normal que ella
prefiriera estar anestesiada sin tener conciencia de los hechos que debía
vivir. Estar despierta, podía causarle un trauma difícil. Por eso no me
extrañé, yo mismo había propuesto esa alternativa al japonés que organizaba
todo.
El japonés me había comentado que Any Lorac, a su
manera, también era una prostituta que se vendía por bienes materiales y que tenía
experiencia con los ancianos. Se había hecho mantener por un hombre de 60 años
para terminar sus estudios y hasta se había acostado con su tío de 75 años para
que le dejara el campo que poseía, ya que no tenía herederos directos. Ella no
tendría problemas de dormir con un viejo decrépito.
Any era joven, se notaba en la textura lisa de su
piel y parecía haber frotado su cuerpo con productos suaves que olían a
madreselvas impregnando las sábanas con cremas y colonias de buen gusto. Tenía
una abundante cabellera rubia dispersa sobre la almohada, imagen de una
sacerdotisa enormemente bella, y tal como correspondía a todas las sacerdotisas
respiraba armónicamente aguardando caricias más idólatras que su propio culto. Ella
había nacido para ser admirada, como un objeto de arte o para recordarnos, a
nosotros los hombres, que las mujeres continúan siendo el centro del universo y
del sentimiento sublime del amor. Había nacido para ser admirada y yo la
admiraba con la ternura de un hombre que ha llegado al fin de sus días. Any
Lorac tenía los cabellos dorados, como el sol de un mediodía de verano,
demasiado dorados para mi gusto, y de pronto me intrigó la autenticidad del
color. A lo mejor se los había teñido desvalorizando la originalidad de su
belleza agreste; después de todo, la moda era teñirse los cabellos con una
perfección que pasaba desapercibida a la mirada indiscreta de la gente. Y casi
en el mismo instante de la duda, acerqué mi rostro a su vagina para verificar
el color de los vellos del pubis con la certeza de que allí se revelaría su
secreto. Ella mentía en el color de sus cabellos.
Sobre la mesa de luz había dos frascos llenos de comprimidos
como para dormir un batallón de doncellas, pero Any había sido anestesiada por
un enfermero para que no pudiera reaccionar ante el contacto de otro cuerpo. De
todas maneras mis perversiones se habían calmado con los años, sólo me
satisfacía observarla con ternura y curiosidad y, de tanto en tanto, acariciar
dulcemente sus pechos impregnando mis dedos con su perfume. Mis deseos no eran
sexuales; en realidad, creo que nunca tuve grande deseos sino fuertes pasiones,
mis relaciones amorosas fueron cerebrales, estudiadas en el fondo del instinto.
Recuerdo que los padres de mi esposa habían
concertado conmigo el matrimonio y ella lo aceptó sin discutir. Después ella pasó
el tiempo criando niños, tuvimos siete hijos que nos dieron infinidad de
nietos. Nuestra casa se transformó en una especie de guardería infantil y ella
vivió para eso. Fue hasta que un día, así como se enfermó de golpe murió de
golpe, sin darnos tiempo para acostumbrarnos a su ausencia. Desde ese momento,
me volví taciturno y fui abandonando poco a poco la escritura. El sufrimiento
no era ya inventado, pertenecía a las raíces profundas de mi ser y no pretendía
hacerlo público.
El día que falleció mi esposa quedé como huérfano,
sumido en la desolación de mi edad. El destino alteraba una vez más la
organización de mi vida. Siempre había tenido la certeza de que sería yo el
primero en morir, porque ella parecía poseer una salud sólida capaz de remontar
cualquier obstáculo. También tenía la convicción de que nuestra familia
necesitaba más de ella que de mí. No fue así, y el dolor y la angustia se
fueron adhiriendo con saña a las paredes de mi estómago hasta producirme una
úlcera que sangró durante años. Sin embargo, me aferré a la vida con fuerza, y
fue recién a los 87 años que comencé a cansarme de vivir. Más de una vez pensé
en el suicidio, pero resultaba ridículo tomar una resolución de esa naturaleza
a mi edad. Además, pretendía una muerte poética que pudiera justificar toda mi
existencia cíclica. El último acto de mi vida tenía que ser emotivo,
apasionante y sin arrepentimientos morales. A esta altura de la vida, la muerte
no podía ser un producto depresivo ni de temor a la existencia, debía ser el
corolario de una última etapa en este mundo. Al menos, esa era mi convicción.
La cama era confortable y el cuerpo de Any Lorac se
sentía delicado y aromático. Sus labios, un poco hinchados por la anestesia, se
mostraban seductores y apetitosos, los besé ligeramente para sentir su sabor. Entonces
me levanté, cubrí su cuerpo desnudo y me puse a mirar por la ventana. El cielo
estaba poblado de estrellas y misterios.
Cubierta como estaba Any Lorac parecía estar
convaleciente, y recordé todas esas noches que pasé despabilado ante el lecho
de mis hijos cuando estaban enfermos. La idea de comparar a Any con mis propios
hijos me dejó un gusto rancio debajo del paladar y me serví un vaso con vino.
Sin embargo, era racional que los recuerdos fueran desfilando en ese momento,
no podía ser de otra manera.
A diferencia de otros amigos ya desaparecidos, debo
reconocer que nunca llegué a sentirme un estorbo en la familia, siempre fui
rodeado con afectos y atenciones. El ser bisabuelo tenía una importancia grande
y la dimensión de la vida fue la riqueza que alimentó mi memoria. En realidad
creo que me fui cansando de vivir de a poco, cuando la soledad comenzó a
invadirme, cuando descubrí que a mi edad ya no me quedaban amigos. Uno a uno,
todos se fueron muriendo, con mayor o menor cantidad de achaques, y más o menos
incomprendidos por las nuevas generaciones. Entonces mi soledad se transformó
en un simple espacio de reminiscencias. Era triste comprobar que mis anhelos de vivir se fueron agotando dentro de
una existencia extraña y monótona.
La idea de morir en armonía con mi propia naturaleza me
fue naciendo mientras leía el libro de. Kawabata. Él había esbozado una
solución, sin embargo en occidente no era fácil encontrar un lugar para morir
ritualmente, pero igualmente comencé a informarme sobre las posibilidades de
lograr mi objetivo. En circuitos tradicionales me tomarían por un loco y en las
sectas místicas confundirían mi anhelo con interpretaciones parapsicólogas y
esotéricas. Lo mejor era dirigir la búsqueda hacia la mafia oriental, porque
sólo un oriental podría comprender la voluntad de morir en armonía con el
pensamiento. Los orientales no mueren totalmente, ellos se transforman en otra
vida natural.
Esa pesquisa me llevó tiempo, hasta que una tarde me
topé con la persona que estaba dispuesta a preparar mi acto funerario como yo
lo pretendía. Durante varios días discutimos las características del servicio y
las consecuencias que podía acarrearle a su organización. Al japonés no le
agradaba la historia de la droga, no estaba en su campo de acción ni en los
métodos de su organización. La idea de la anestesia era la mejor solución. El
ya conocía a la estudiante que lo haría por dinero. Recuerdo que me dijo: “Las
prostitutas que no se sienten prostitutas son las que más conocidas como putas.
Todos quieren presentarle un amigo para acostarse y ellas buscan desesperadamente
alguien a quien aferrarse afectivamente justificándose de esa manera”.
Al japonés le pagué el doble del precio estipulado
para garantizar un buen servicio, y todas mis economías pasaron a su posesión.
El oriental tuvo palabra, a su manera era un hombre de honor, me comunicó la
fecha tres días antes para prepararme psicológicamente.
Con el puñal podía suicidarme al estilo japonés.
Pero, si a último momento no podía efectuarlo por causa de mi edad o de un
coraje que podía abandonarme, sobre la mesa de luz estaban los dos frascos con
comprimidos, seguramente algún medicamento barbitúrico. En ese caso, el
suicidio sería al estilo occidental y la muerte me sorprendería en el lecho,
como la continuación de un largo sueño agradable.
Los recuerdos de infancia en el campo estuvieron a
menudo presentes en mi vida, el decorado del ambiente se ajustaba a esas
antiguas imágenes. En realidad, todo estaba en orden y tenía la noche entera
para revivir el pasado.
Desde el instante que el japonés me anunció la fecha en que podría
suicidarme, comencé a sentir excitación. No todos tienen la suerte de poder
conocer el momento de su muerte, la posibilidad de elegirla. Por primera vez,
algo extraordinario se estaba presentando en mi vida y traté de excogitar el desarrollo
de la noche, de imaginar la mujer joven, la cama, los muros y el olor a campo.
Pero reconozco que la imaginación tiene caminos imponderables y mecanismos
específicos que no son siempre como la realidad proyecta. Any Lorac era joven y
su belleza me conmovía, era la bondad de la naturaleza que se me ofrecía en un
último regalo. Yo estaba por morir y pretendía tener un pensamiento generoso,
en homenaje a todos mis amigos, porque el último acto de vida lo estaba por
llevar a cabo como René lo hubiera querido vivir.
Un suicidio no se improvisa, se lo prepara
cuidadosamente. Uno es artista de su destino y lo esculpe como un objeto de
arte, donde toda la emoción tiende a grabarse a fuego. En ese acto casi
sublime, el artista se concentra y va penetrando de a poco por todas las fibras
internas, hasta lograr acariciar el corazón del dolor y del sufrimiento. La
exaltación de los sentimientos revienta por las ventanas de los ojos
adhiriéndose a la ternura de una mirada perdida en algún punto indefinido del
horizonte y, tan sólo en un instante, la obra de arte se debe elevar enhiesta
en una eclosión de amor. Si no se posee esa capacidad de horizonte, tampoco se
tiene la capacidad del suicidio.
A los 89 años uno ya no tiene dónde proyectar la vida,
es una simple repetición de vivencias conocidas de ante mano. La soledad no es
una soledad física, allí están los recuerdos, la memoria que se niega a
desaparecer divorciada del espíritu aún cuando predomine la confusión y el
renacimiento se produzca por vertientes diferentes. A los 89 años, pretender
morir es normal, sólo basta abandonarse para llegar a ese estado. Lo que no es
normal es buscar elegir la muerte, porque es un acto de demencia o de una falsa
interpretación de la realidad. El caso de René era una muestra de ello, por eso
lo internaron y así, inconscientemente, lo asesinaron. El deseaba sentirse vivo
y necesitaba de mujeres jóvenes como Any Lorac para poder canalizar su
existencia, su perpetuidad. No lo comprendieron.
Si a René lo consideraron un perverso sexual, un
viejo verde y un chiflado crónico ¿qué dirían de mí? Mis hijos se preguntarían
¿por qué me suicidé?... sin encontrar respuestas válidas para la moral social
de su educación cartesiana. Mis nietos, es posible, buscarían un justificativo
senil a tanta irresponsabilidad humana y, mis bisnietos, tal vez reirían a
carcajadas divertidos con mi último e imposible intento de hacer el amor. Los
únicos que podrían llegar a comprender este suicidio, serían otros viejos tan
decrépitos y caducos como nuestra propia historia porque ya no se tiene
compromisos con nadie ni siquiera con los acondicionamientos sociales.
Yo le había prometido al oriental evitarle toda
complicación, y durante tres días escribí cartas a cada uno de mis hijos
explicando este anhelo de morir. En uno de los bolsillos también dejé otra,
dirigida a mi esposa fallecida ya hacía muchos años, dónde le comentaba que iba
a su encuentro. De esa manera, la familia pensaría que no podía vivir sin ella,
a pesar que ya lo había hecho durante años. Con todas esas pruebas a nadie se
le ocurriría pensar que el suicidio había sido organizado por otra gente. El
alquiler de la casa se concretó a mi nombre y la bebida que estaba consumiendo
la había comprado yo mismo esa mañana en el negocio donde todos me conocían. Any
era una mujer alquilada, parte de la organización del oriental y, seguramente,
tendría su propia explicación para justificarse. A ella le correspondería la
tarea de llamar al médico en el momento de encontrarme muerto.
Me introduje desnudo en la cama, porque lo usual es
estar sin ropas si uno pasa la noche con una mujer. Sin embargo no estaba
habituado a dormir desnudo y el contacto con las sábanas sirvió para movilizar
nuevas reminiscencias. Yo solía acostarme desnudo cuando recién me casé pero mi
esposa se escandalizaba, decía que dormir sin ropas era pecado, que no se podía
tolerar en una familia cristiana y tuve que modificar esa costumbre para
adaptarme a un pijama ancho y bien abotonado.
Tuve la impresión que Any Lorac se movió ante el contacto de mi cuerpo o,
al menos, que se estremeció, pero enseguida pensé que era absurdo; no podía
tener conciencia de nada porque estaba anestesiada y dormiría hasta el día
siguiente. La contemplé con cariño y acaricié suavemente sus cabellos. Miré su
seno izquierdo, su corazón latía rítmicamente e imaginé que estaría soñando con
algún evento agradable. Las aureolas de sus senos no eran bien marcadas y
tenían un color rosáceo, pálido, que se confundía con la piel de su cuerpo.
Humedecí uno de mis dedos con la lengua y luego lo pasé por sus pezones. Ver
erguirlos, levantarse como dos pequeños pimpollos en primavera era un
espectáculo que me había fascinado desde muy joven. Pero Any estaba insensible
por la anestesia y continuaron inertes. Me pregunté si su vagina podía emanar
flujo en ese estado, pero no me atreví a tocarla. Lo mío no era apetito sexual
sino simple curiosidad por las reacciones de un cuerpo artificialmente dormido.
El tiempo transcurría a velocidad vertiginosa y el
reloj marcó las cuatro de la madrugada. El momento había llegado, no podía
continuar con los cabildeos del pasado, si el efecto de la anestesia se
evaporaba el programa debía mudar de característica. Entonces me dirigí hacia
el rincón en penumbra y me arrodillé sobre el almohadón, debajo del crucifijo,
tenía ganas de rezar pero no sentía nada especial. La situación casi me
divertía, el ambiente fabricado me producía la sensación de una escena
surrealista, ni siquiera el puñal lograba despertar tormentos y dudas, era sólo
un objeto dentro de la escenografía de la noche. El sistema oriental no
funcionaba conmigo, como tampoco esa adaptación cristiana que le habían
acoplado.
Me acosté de nuevo y decidí utilizar los comprimidos.
Esa manera de morir era más banal pero tenía la ventaja de no producir
esfuerzos físicos ni el riesgo de quedar a medio camino en la resolución de
sucumbir. Y fue en ese momento que una duda me acosó ¿los muertos tienen un
mundo propio? Mi formación cristiana determinaba otra vida más allá de la
muerte; sin embargo la vida fundamentada en la resurrección había que
merecerla. Los buenos partían al Paraíso y los malos hacían sus valijas rumbo
al infierno. Dante que estructuró ese universo en siete círculos, le daba
bastante importancia al Purgatorio dónde se ejecutaba el dictamen de las almas;
una especie de tribunal moral que, conforme a sus criterios, determinaba el
sitio final de residencia. Pero, la moral, la ética y las costumbres se
modificaban en función del medio, de la cultura y de la época ¿acaso los jueces
del Purgatorio estaban actualizados de los cambios sociales? La disyuntiva
religiosa era global: todo o nada. Como cualquier anciano yo había leído
bastante sobre el tema de la muerte, teorías tan contradictorias unas de las
otras que finalmente terminé no creyendo en nada. Mi curiosidad continuaba
virgen, como sucede con todos los misterios irresolubles.
Puse una pastilla sobre mi mano, era minúscula y
blanca, como si el óbito fuera un túnel blanco ¿la muerte es un universo de
color? En todo caso es negro igual al fondo de todos los túneles sin salida. Si
yo hubiera sido artista plástico podría haber imaginado la muerte como un
universo multicolor ¿y si hubiera sido músico? ¿la exprimiría en sonidos? Es
posible que lo hiciera en sonidos cristalinos de campanas o en coros
gregorianos, pero también sería una interpretación religiosa. ¿Y como ateo? La
visión presentaría una variante, buscaría un análisis filosófico fundamentado
en la lógica y en la duda y, tal vez, hubiera leído a Nietzsche con mayor atención.
En realidad, no sé si a esta altura de los acontecimientos me atrevía a
morir. La noche había sido muy rica en emociones y se había producido en mi
espíritu una catarsis que servía para evacuar las incertidumbres existenciales,
esas inquietudes del hombre sobre el bien y el mal. La noche había sido el
purgatorio, el último acto humano y consciente de la vida ¿y los jueces...?
¿Quiénes habían sido los jueces sino mi propia conciencia? El color de los
comprimidos inducía nuevas reflexiones que no agotaban mis interrogantes.
Entonces pensé que el sabor de las pastillas debía aportarme nuevos fundamentos
de análisis. Lo pensé mientras pasaba la lengua sobre uno de los pequeños
comprimidos, convencido de que el sabor de la muerte era amargo, ácido y agrio
¡Error...! La pastilla tenía un gusto dulce, un fuerte sabor a glucosa,
demasiado azucarada para mi paladar, casi como esas pastillas de menta que
venden en los supermercados.
Algo no funcionaba como debía, la incertidumbre
carcomió mis entrañas y, en el mismo segundo que tomé conciencia, salté de la
cama y me vestí con las mismas ropas que había llegado horas antes. Si me
apuraba un poco, podía compartir el desayuno con mis hijos, hasta podía comprar
algunas facturas como me gustaban. Pero, antes de salir, tomé el puñal entre
mis manos para estudiarlo detalladamente. No era un puñal, en todo caso no era
un puñal verdadero, era un arma de utilería como las que se utilizan en el
teatro, que al clavarse contra un objeto la hoja se introduce dentro del mango
por un juego de resortes. El japonés me había hecho una broma de mal gusto...
¿de mal gusto...? ¡Oh no! Seguramente había pretendido ayudarme a encontrarme
conmigo mismo y nunca creyó seriamente en mi necesidad de suicidio
Entonces salí a la calle y sentí el aire fresco de la
mañana que vino a revitalizar con ahínco mis pulmones. El japonés me ofreció
una sonrisa de complicidad y comprensión humana, mi nieto Enrique fumaba un
cigarrillo como ignorando la escena y mi hijo ponía en marcha su vehículo para llevarme
de regreso a casa, Miré el cielo que comenzaba aclarar y tuve ganas de reír y todos
terminamos contagiados en una carcajada. En algún rincón de mi alma la vida
renacía con fuerza. Emprendimos el regreso a casa, pero antes de subir al auto
le pedí al japonés el teléfono de Any Lorac, después de todo ahora habían
inventado la pastilla que resolvía nuestros problemas seniles.