por
Juan Carlos Alarcón
El
Lucho era más conocido por su sobrenombre que por su verdadero nombre. El Lucho
de la Liliana aclararían los lugareños para poder identificarlo mejor. Si eso
no bastaba se explicaba: el hijo del Guchi, el hermano de la Laura. En los
pueblos cuando se referían a alguien se debía identificar bien al sujeto
correspondiente, no era cuestión de equivocarse.
El
Lucho era hombre de campo, sonrisa tímida y ojos vivarachos, hablaba poco y
escuchaba atentamente todo como si tuviera sed de conocimientos. Pero el
modernismo también había golpeado al pueblo rural; en vez de andar a caballo
andaba en moto y en lugar de facón en la cintura él sabía desenfundar su
celular.
En
los pueblos no es como en las grandes ciudades donde se contemplan las dicotomías
de los rumores y era suficiente con decir el Lucho, que era lo mismo que decir
Pepe o Pancho porque a nadie les interesaban quien podía ser, lo más importante
era el rumor en sí mismo y que después se lo podrían encajar a cualquier otro
con aire de veracidad: “No lo conozco, pero el marido de mi hermana trabaja con
otro que juega al fútbol con él y vio curarle una rodilla sin tocarlo”. En las
grandes ciudades los sujetos son anónimos con lo cual a un rumor se lo pueden encajar
a cualquier otro según el imaginario de cada uno.
Lucho
era curandero y podía diferenciar las hojas de cualquier planta o yuyos mejor
que un profesor de botánica.
Un
día pasaron a tomar mates con la Liliana, porque no se sabía quién era la
sombra de quien; donde estaba el Lucho estaba la Liliana y donde andaba la
Liliana estaba el Lucho. En París lo clasificarían: pareja fusional. Fue entonces que para empezar la
charla le comenté que la hortensia que teníamos en casa era una planta
delicada, si no la regábamos todos los días se entristecía rápidamente. El
Lucho que poseía la experiencia del campo, la miró de reojo y comentó: si le
pones un pedazo de virulana herrumbrada junto a la raíz dará flores de varios
colores. Buena idea -respondí- lo voy hacer. Pero rápidamente agregó: tendrías
que sacarla y llevarla fuera de la casa; dicen que donde hay hortensias las
chicas no se casan nunca, y observó hacia dónde jugaba la nena con una
amiguita. Mi sobrina, la mamá de la nena, sin decir nada se levantó y fue a
buscar una pala: “por las dudas”.
En
Argentina, desde muy pequeños, todos toman mates; pero solamente bastaba que
hubiera una mujer en un grupo para que fuera ella quien se ocupara de cebarlos.
Eso me hizo pensar a menudo que el mate era trabajo de mujeres, así como el
asado la tarea de los hombres.
Yo
me atoré de la risa con el mate que me venían de ofrecer Liliana. Los dichos
populares me intrigaban aun cuando me causaban gracia. Siempre expliqué que era
provinciano hasta la médula, cosa que hacía sonreír en Francia a mis médicos
cuando me interrogan que había tomado para los dolores de estómago y yo les
respondía: nada, me curaban el empacho con una cinta métrica y para la otitis
con un cucurucho de papel y humo de cigarrillo. Claro los médicos de París eran
más pragmáticos y me enviaron hacerme un examen de sangre y que me hurgaran las
orejas hasta la garganta. Mi médico de cabecera era muy desconfiado, él ya
había estado en Argentina un par de veces y miraba los resultados desde todos
los ángulos. Después se rascó la cabeza y dijo: Carajo, habrá que pensar que
ese pueblo de tu país te hace bien, porque cada que volvés de allá, venís mejor
de salud que cuando te vas y eso que le sacudís a las tortas de grasa, al dulce
de leche y a los chinchulines todo el tiempo.