Por
Juan Carlos Alarcón
Quedaba
feo reírse; pero el tipo que estaba frente mío tenía clavada su mirada en mis
propios ojos, como si quisiera leer mis pensamientos. Era la hora de los lobos,
cuando hacen crisis los neuróticos según el filme de Bergman. Claro que allí en
Los Calchines no había cine, ni teatro, ni tampoco un Mac Donald para
distraerse a la noche. Esa tarde, la tarde caía serena y sin frio mientras las
primeras sombras de la noche sacudían su polvo de misterio. Sin embargo, adentro
de la comisaría una pequeña lámpara iluminaba apenas la habitación. Yo no sabía
si era porque estaba cubierta de tierra y caca de moscas o simplemente si se
trataba de hacer economía del consumo eléctrico con lamparitas de bajo voltaje.
En
los pueblitos chicos tener una comisaría es un lujo; de allí que algunos
intendentes se la ingeniaban negociando con las autoridades provinciales: el
pueblo ponía a disposición una vieja vivienda, el agua, la luz y algunas
garrafas para la cocina y la provincia metía el resto. Es decir, dos o tres policías
que garantizaban la seguridad con su presencia.
En
general los delitos eran repetitivos y, a menudo, entre los propios vecinos:
robo de nafta de alguno vehículo mal vigilado, gallinas que desaparecían de los
patios abiertos y algunas botellas de vino que le sustraían al único almacén
del pueblo. El resto de las intervenciones policiales eran peleas de
vecindario: un perro que ladraba toda la noche sin dejar dormir a nadie, un
árbol que no era podado y las ramas se instalaban en la casa del lado, alguna riña
de borrachos después de un asado bien regado. Los Calchines era un pueblo chico
de pescadores sin pescadores y bastante alejado de otra urbe más grande.
Tampoco había diarios propios ni ningún otro medio informativo; en realidad, el
medio de comunicación local era la plaza donde por las tardes la gente iba a
sentarse para tomar mates y pasarse las noticias del lugar entre mates y tortas
fritas. Medio rudimentario como medio informativo pero allí todo se procesaba;
si fulana había engañado a su marido con otro, al día siguiente todos lo
sabían. La policía conocía bien los senderos de los rumores silenciosos
Parece
que el medio informativo de boca a oreja de la plaza había largado varias
pistas sobre el robo del finado Pedro. Algunos decían que los autores era una
banda de traficantes de órganos humanos porque en la ciudad se vendían a buen
precio. Otra versión explicaba que como el finado desconfiaba de los fantasmas
que rondaban el cementerio local, ellos lo habían robado para una ceremonia de
brujerías macabras; hasta circulaba el rumor que extraterrestres se lo llevaron
porque nadie se explicaba cómo podía desparecer un cajón con un cadáver en
pleno día.
La
cuestión era que cada mate que circulaba de una mano a otra iba acompañado de
una nueva interpretación sobre la desaparición del difunto.
El
policía que estaba frente mío no dejaba de escudriñarme y me pregunto:
- ¿De
dónde viene Ud.?
- De
Francia, respondí conteniendo mi risa.
- ¡No,
ahora!
Yo
me miré como estaba vestido, con una bermuda, una camisa amarrilla, un gran
moño rojo, bigotes falsos de utilería de teatro y un birrete que lo mantenía en
mi mano por respeto a la autoridad.
- Vengo
de una fiesta con amigos achacados como yo mismo, pero fieles.
La
policía me detuvo cuando estaba entrando a la casa de doña Beatriz Kohlstedt,
la viuda del finado. Doña Beatriz, a pesar de sus años y de sus cinco hijos
paridos en el propio pueblo, caminaba bien erguida y a menudo portaba un
sombrero en su cabeza marcando la estirpe de sus antepasados europeos.
Yo
venía de entrar a la casa y la vi charlando con otra mujer al fondo de la
vivienda. Pero en el momento que me dirigía hacia ella, la policía me agarró
del brazo y me llevó a la comisaría para interrogarme.
En
los pueblitos, del interior de cualquier provincia, hay una vieja costumbre,
cuando sucede algo raro y en ese momento hay un extranjero, siempre es el
primer sospechoso. No me dieron tiempo a decirle a la viuda que no se
preocupara por la ausencia de Pedro, que antes de la madrugada el difunto volvería
de nuevo para que terminaran el velorio y después pudieran enterrarlo como
tenían previsto.
Cuando
me enteré que el Pedro estaba por morirse, de puro viejo nomas, yo tomé el
único colectivo que entraba al pueblo para saludarlo antes de morirse. Pero
llegué tarde.
Nosotros
éramos un grupo de amigos que nos conocíamos casi desde la adolescencia y el
Pedro Aguirre fue el más fiestero de todos nosotros, siempre nos decía: “el día
que yo me muera no quiero que lloren ni que me extrañen, quiero que ese día hagan
un asado, pongan música, chupen y canten a coro a mi memoria”. Eso fue lo que
hicimos, nos llevamos el cajón con el finado Pedro.
Cuando
el asado estuvo listo, pusimos música y llenamos los vasos con cerveza para brindar
y cantar como lo había pedido él mismo. Pero antes, lo sacamos del ataúd y lo
sentamos en una silla en la punta de la mesa. Fue entonces que uno de los
amigos dijo.
- Ché,
la viuda Beatriz se preocupará si no lo ve al finado Pedro.
Yo respondí:
- No
te preocupes, hago una escapada para decirle que más tarde se lo devolvemos, así
puede terminar tranquila el velorio y luego enterrarlo como tenían previsto.
Por
eso cuando en la comisaría yo escuchaba todas las conjeturas que hacían sobre
las intenciones de los que habían robado el muerto, yo mordía mis labios,
quedaba feo reírse delante del policía que me miraba fijo como hurgando mis
pensamientos.