Por
Juan Carlos Alarcón
Todo
comenzó en un bar con la curiosidad de una amiga que se le dio por preguntarme
¿qué recuerdos tenía de mi niñez? ¡Ninguno!. En realidad no tuve niñez y pase a
ser adulto desde la edad en que los chicos jugaban con trompos o pelotas de trapo,
por eso fue que decidí volver al barrio de mi infancia para intentar recuperar
algún recuerdo. Para eso tenía que visitar al viejo Zoilo si es que todavía no
se había muerto.
El
viejo Zoilo era la memoria viva de la zona, viejo como el ombú del patio
trasero de su casa donde se pasaba el día sentado, fumando tabaco en hoja que
él mismo iba armando haciéndolos rodar por su pierna.
Don
Zoilo era radical, medio fanático; sólo había que hablarle mal de Irigoyen y te
dejaba de saludar por varios meses. Pero como buen paisano, hombre que venía
del campo, era parco pero cortés y gentil. Le gustaba el mate amargo como el
vino sin soda. Desde que se despertaba hasta el mediodía tomaba mates; luego
del almuerzo venia su siesta debajo del ombú y de allí en adelante era el vino
que lo acompañaba y al cual muchas veces le metía medio limón para sacarle el
acides, decía. Es decir que a media tarde ya estaba medio mamado, y cuando
llegaba la hora de cenar ya no sabía ni como se llamaba del pedo que se
agarraba.
El
barrio donde vivíamos era humilde. Casas con habitaciones en hilera y un tejado
que hacía de galería. Las casas tenían un patio grande y al fondo el excusado
de pozo negro con una cortina gruesa para cubrir la timidez de sus habitantes,
porque las viviendas no tenían tapiales la mayoría eran rodeadas con alambrados.
Don Zoilo vivía justo al frente de nuestra casa y éramos vecino de buena convivencia.
A menudo nuestras familias intercambiaban platos con comida o postres caseros.
Según
mi padre, don Zoilo tenía una contradicción ideológica y muchos fines de semana
le ofrecía alguna damajuana de vino porque cuando se ponía bien en pedo don
Zoilo se ponía gritar “¡Viva Perón, carajo!” como todos los borrachos del
barrio; entonces mi padre con sus amigos se mataban de risa. Por supuesto,
cuando don Zoilo estaba fresco tomando mates negaba a muerte eso. Pero un fin
de semana mi padre cometió un error, consiguió un grabador a pilas y le
registró el grito peronista. Cuando al día siguiente el viejo Zoilo se escuchó
gritando “¡Viva Perón, carajo!” se quedó en silencio; cuentan que por sus ojos
caían lágrimas de bronca. La cuestión es que desde ese día don Zoilo dejó de
tomar y suplantó el vino por limonada. Toda su familia le estuvo muy agradecida
a mi padre; claro que desde aquel día jamás se le escuchó vivar a Perón.
Cuando
me vio parado frente suyo, me miro desde sus casi 100 años y me reconoció en el
acto a pesar de los años que habían pasado.
-
¡Has crecido chango!
El
barrio no había cambiado mucho, sólo que ahora tenía agua corriente y
electricidad en todas las casas. El resto seguía igual de pobre y hasta el
nombre había perdido porque lo llamaban La Villa.
- Los
políticos se acuerdan de nosotros cuando hay elecciones, el resto del tiempo no
existimos. Aquí se nace para esperar la muerte; muy poco logran cruzar el canal
para el lado del centro. Vos fuiste uno de esos; pero en general tampoco
vuelven más.
- Es
cuestión de tener sueños y aferrarse con uñas y dientes a eso; dije casi
avergonzado, porque de repente me acordé de una frase que solía decir mi padre:
“No hay que tener vergüenza de ser pobre, de lo que hay que tener vergüenza es
de olvidarse de los pobres”.
Don
Zoilo se atragantó de la risa con el mate que nos cebaba su hija Olga:
- ¡Tener
sueños aquí, eso solo ya es un lujo!
Entonces
le pregunté ¿Cómo era yo cuando chico?
-
Salvaje, dañino y estúpido –respondió- A la noche te trepabas al techo de tu
casa y le tirabas hondazos a las estrellas para tratar de romperlas. Se te
había metido en la cabeza que así se hacían los fuegos artificiales.