Por Juan Carlos Alarcon
(A la memoria de Lord Byron)
Corrían los últimos años de la
década del cuarenta cuando el escritor germano Emil Ludwig moría en Suiza,
donde se había exilado siete años antes y, en Alemania, los técnicos reconocían
haber heredado, luego de la guerra, más de cuatrocientos millones de metros
cúbicos de escombros. En Francia, el asesinato del conde Bernadotte, personaje
discutido por su pasado político, conmovía la opinión pública; mientras tanto,
Maurice Chevalier procuraba borrar su imagen de colaboracionista nazi. Era la
época en que Europa intentaba reconstruir su período sangriento y se apoyaba
sobre el draconiano Plan Marshall americano y en Chile se descubrían platos
voladores luminosos que intrigaban la incipiente ciencia del espacio.
El occidente, con sus
contradicciones de pos-guerra, cerraba así los años malditos para abrir una
nueva época floreciente y Argentina no era una excepción. El país vivía su
apogeo y el presidente Perón, apoyado en una política popular, se iba
transformando en una de las personalidades más controvertida de la historia:
para algunos era un dios; para otros, el diablo en persona.
Córdoba no era una isla, sus
estructuras sociales también se iban reacomodando y la clase media buscaba
reorganizarse adquiriendo mayor poder económico, situación que le daba una
falsa ilusión de alternativa burguesa. Los sindicatos obreros tampoco se
quedaban rezagados y cerraban sus filas avanzando aceleradamente en sus
conquistas reivindicativas, mientras que la iglesia y la alta burguesía
comenzaban a inquietarse por la pérdida de sus privilegios tradicionales
promoviendo alianzas con militares ávidos de poder. Era la época de
conciliábulos subterráneos, aún cuando la provincia progresaba y se iba
produciendo un estallido industrial sobre el cordón periférico de la ciudad.
Dentro de ese período de
prosperidad y convulsiones, nací yo, en el seno de una familia peronista que
tampoco pudo escapar a la psicosis de bautizarme con el primer nombre del general
Perón. Y así fui creciendo, en el interior de esa familia marcada por el
destino de una militancia política y de un misterio que llegó a extenderse casi
como una leyenda.
En realidad, la vida de mi abuelo
no había sido demasiada clara y se murmuraba que su gran fortuna la había hecho
durante la campaña contra los indios cuando era coronel, pero nadie creía
demasiado que, alguna vez, él hubiese estado enrolado como militar. Otras
veces, se dijo que era el producto de un antiguo comercio de esclavos o del
tiempo en que traficaba con prostitutas en las fronteras bolivianas. Lo cierto
fue, que el origen de su riqueza era bastante nebuloso y que a mi abuelo no le
interesaba disipar, porque si alguien le hacía mención de ello, él respondía a
menudo con una sonrisa irónica, agrandando sus ojos de asombro y haciendo un
movimiento de cabeza sin que nada se comprendiera.
Mi padre no fue distinto, había
comprado su título de profesor de historia en un momento de avatares
institucionales en la universidad y eso le había permitido trabajar como
enseñante en varias escuelas pueblerinas o como periodista en una radio local.
Mi padre era dinámico, interesado en el avance intelectual de la provincia y un
apasionado por todo aquello que podía emprender. Su vida había estado marcada
por períodos de ausencias inexplicables y que parecía no incomodar demasiado a
mi madre, eso llevó que hasta los quince años yo lo encontrase por etapas.
Todos los misterios y rumores
oscuros escuchados durante la infancia, me llevaron a pensar durante años que
mi pasión aventurera provenía de una herencia paterna. Sin embargo, deseché esa
idea cuando un amigo de la familia me contó que mi madre tampoco habíase
quedado a la zaga y acumulaba bien sus propios enigmas de manera insólita y, a
lo mejor, más que su marido.
Mi madre era pagana por vocación y
gustaba de la música gitana como de la poesía provinciana de Leopoldo Lugones,
gustaba tocar el piano tanto como beber el champagne frío que se hacía librar
mensualmente. Ella había sido bailarina de cabaret y tampoco se le conocía su
origen aún cuando tenía un fuerte acento sureño. A veces se dijo que era hija
de gitanos y, otras tantas veces, que provenía de una familia de la nobleza
indígena, pero ella misma nunca habló de su pasado y no creo que ni siquiera mi
padre conociese su origen, porque su vida era tan recóndita como la fortuna de
mi abuelo.
Ella era una mujer atractiva,
tenía la belleza árabe en sus ojos negros contrastando enormemente con sus
largos cabellos ondulantes, rojos como el fuego, y que caían desordenados sobre
sus hombros siempre desnudos. Era joven y sus labios humedecían permanente una
sonrisa seductora, provocativa y sibarítica. Sujeto sobre su brazo izquierdo,
portaba un amuleto en oro artesanal, como si ya fuese parte misma de su cuerpo
y por eso se comentaba que era una hechicera cuyo amuleto le servía para
preservar fresca su belleza.
Mis padres se conocieron en un
local nocturno ubicado al costado del río Primero, cuando mi madre danzaba
voluptuosa y media desnuda los acordes de una música gitana y endiablada entre
los gritos del público producido por la mezcla de erotismo y alcohol. Desde un
primer instante, todo el pensamiento de mi padre se pobló con las imágenes de
esa bailarina sensual y salvaje, pero ella tenía un hombre que la protegía en
permanencia y no dejaba que nadie se le aproximara. Mi padre intentó siete
veces hacerlo y siete veces fue rechazado por ese enorme guardián que le
resultaba ya repulsivo y repelente. Por entonces, mi padre tenía veintiocho años
y no estaba acostumbrado al fracaso ni tampoco gustaba permitírselo; por eso,
una noche, él llegó al cabaret y sin
entrar esperó que mi madre comenzara su baile satánico; luego, con una patraña,
logró que ese guardaespaldas enamorado y celoso lo acompañase hasta las
márgenes del río y allí le incrustó siete puñaladas, una por cada vez que había
sido recusado; acto seguido, le pegó siete puntapiés en el cuerpo, uno por cada
día de la semana porque la pasión, según mi padre, se exprimía siete días sobre
siete. Después aguardó con calma, fumando cigarrillos que él mismo armaba,
hasta las cuatro de la madrugada en que ella terminaba su trabajo y cuando
salió a la calle en busca de su ángel protector, mi padre la arrastró con
fuerza y la secuestró.
Se la llevó al campo, a una
estancia propiedad del abuelo y allí la mantuvo cautiva hasta que, un día,
decidieron casarse porque ella había quedado embarazada.
Desde entonces, mi madre abandonó
la danza para dedicarse a la casa y nunca se la vio muy triste lo que hacía
pensar, que la elección de esa nueva vida también le pertenecía sin
desagradarle demasiado. Su sonrisa seductora la transformó en cantos y baladas
que acompañaba con el piano que mi padre había hecho instalar.
Cuando Totty nació, mi madre tuvo
un delirio naturista y cambió toda la decoración de la vivienda. Las
habitaciones fueron transformadas en diferentes oasis tropicales, con pájaros y
animales domésticos que se paseaban libres de pieza en pieza y la misma
alimentación familiar fue remplazada por otra más saludable compuesta de
frutas, leche y verduras crudas. Ella prohibió todas las vestimentas en el
interior de la casa y hasta los sirvientes debieron desplazarse desnudos. Se
decía, que mi madre pretendía que mi hermana creciese en un ambiente sano y
natural, sin prejuicios ni condicionamientos sociales. Mi padre se divertía
como loco con esa nueva situación y se paseaba desnudo todo el tiempo.
Alguien me comentó alguna vez, que
él quiso aprovechar esa situación para crear una secta o una comunidad, ligada
a la libertad del sexo, pero ella se lo impidió.
Un día mi madre desapareció sin
dar explicaciones y una de las domésticas tuvo que ocuparse exclusivamente de
Totty. Mi padre creyó haber sido abandonado y comenzó a deprimir; pero, veinte
días más tarde, reapareció como si nada hubiese sucedido y trajo una prima
consigo, Rosita, una hermosa morena de dieciocho años que también se instaló a
vivir en la estancia como segunda mujer de mi padre.
Yo fui el tercero de los chicos
que habitaban esa casa. Es decir que, cuando nací, había ya dos mujeres: mi
hermana mayor Totty, y Adelina, la hija de Rosita y de la cual me enamoré
perdidamente desde el primer momento que me sonrió cuando yo estaba aún en la
cuna.
Adelina era cuatro años mayor y al
cumplir mis trece años ella traspasaba en algunas semanas la barrera de los
dieciocho, era la que se ocupaba de mí y controlaba mis lecciones de piano que
mi madre ordenaba, porque comencé a gustar de la música cuando todavía no
caminaba.
Recuerdo que yo tenía trece años y
una vida feliz, la música clásica y Adelina eran mis dos pasiones principales y
por ello no podía ser otra mujer la que debía despertar mis primeros deseos
sexuales.
Un fin de semana, el feriado del 9
de julio caía un lunes y producía un largo reposo, período que se aprovechaba
generalmente para organizar encuentros sociales y mis padres con mi tía
partieron a Córdoba, a una fiesta familiar de esas que se pasan todo el tiempo
comiendo, bebiendo y jugando a las cartas. Totty ya estaba en la universidad
estudiando y se les uniría el sábado por la tarde, y con Adelina debimos
quedarnos solos todo el fin de semana. Tal cual lo hicimos.
Nosotros estábamos acostumbrados a
vernos desnudos, porque esa costumbre nunca había sido totalmente desterrada, sin
embargo cuando esa noche nos acostamos en mi cama y nuestros cuerpos se tocaron
inevitablemente, yo tuve la sensación de experimentar un placer fortuito, desde
los pies a la cabeza. Adelina notó mi embarazo y apercibió el principio de
erección y, en vez de separarse, se aproximó aún más contra mi cuerpo. Ella
sentía a perfume de flores, como si hubiese frotado sus cabellos con hojas de
jazmines y yo contuve la respiración tratando de evitar que se disipe esa
realidad. Entonces, ella empezó acariciar mi pecho, como quien juega con un
dedo sobre las formas de mi piel y continuó bajando su mano por mi vientre.
A trece años, lo único que sabía
del sexo lo había aprendido observando a los animales, sobretodo un inmenso
toro que mi padre tenía para procrear y al cual muchas veces los peones debían
ayudar, porque era muy pesado y no lograba montar sobre las vacas. Ese
espectáculo, casi siempre me hizo reír, salvo en algunas oportunidades -debo
reconocer- que llegó a excitarme bastante aun cuando yo no le daba mucha
importancia.
Cuando desperté al día siguiente,
noté que yo estaba mojado con un líquido viscoso que hasta entonces no conocía
muy bien. Adelina ya estaba estudiando en la cocina, se preparaba para pasar un
examen de ingreso en la facultad de medicina y me senté en la misma mesa un
poco alejado de ella para beber mi desayuno. Al principio, casi no hablamos,
ella continuaba introducida entre sus libros, pero de improvisto le pregunté si
ese líquido era el famoso semen para procrear de los animales machos; también
le expuse otros interrogantes que habían despertado mi curiosidad convencido de
que mi hermana conocía mucho más que yo de la materia.
Adelina alzó sus ojos de los
libros y los fijó sobre los míos, pero no estaba sorprendida por mis
interrogantes y, con suma naturalidad, fue respondiendo a mi curiosidad
juvenil.
Esa misma tarde, Adelina me dio la
primera lección teórica del amor y me explicó, que el orgasmo era uno de los
placeres más hermoso y digno del ser humano y por eso, en el momento del acto
sexual, había que tratar de retener lo máximo posible, el juego amoroso de la
pareja tenía mucha importancia. También me dijo, que la relación entre dos
personas era un deseo natural, pero la sociedad condenaba esa unión entre
primos hermanos llamándola despectivamente incesto.
No recuerdo haber sentido en esa
época ninguna culpa; primero, porque ella me lo había explicado de una manera
simple, sin dar un tono de tragedia a lo sucedido durante la noche anterior; y
segundo, porque había visto en repetidas ocasiones a los animales tener
relaciones con pares de la misma familia, y se lo consideraba como una actitud
normal. Tampoco me sorprendió jamás que Adelina fuese hija natural de mi tía.
Esa noche, cuando volvimos
acostarnos, quedé un poco sorprendido al ver que Adelina se había puesto una
bombacha y le pregunté si estaba menstruando, porque era en ese período cuando
las mujeres de casa se vestían. No me respondió y rió a carcajadas por mi
ocurrencia.
Creo que todos mis fantasmas de
incesto hubiesen finalizado allí, si no hubiese sido que su bombacha me llamó
más la atención y terminó por excitarme de nuevo. Ella estaba a mi lado como la
noche anterior, pero miraba hacia el techo y yo aproveché para acariciar su
vientre, de igual manera que ella lo había hecho conmigo. El cuarto estaba muy
oscuro y no podía ver su rostro, no obstante sabía que no dormía, sentía su
respiración comenzar a agitarse, disfrutaba del placer. Pero, cuando quise
succionar sus senos, no me dejó hacerlo y tampoco permitió que le sacase la
bombacha a pesar de estar húmeda por su excitación.
En un momento me apartó
bruscamente y yo no supe que hacer, resté quieto, inmóvil hasta que sentí su
mano acariciar mi estómago. El contacto de su piel produjo una especie de
cosquilla en mi ombligo y luego, dulcemente, comenzó a frotar mi vientre
pasando su mano por entre mis piernas, por los costados de mi sexo ya erguido,
pero sin tocarlo, como si tuviese miedo de hacerlo. De pronto recordé su
comentario de la mañana, de retenerme todo lo posible, porque el secreto de una
buena relación sexual era de poder estirar el placer hasta el infinito. Pero,
cuando al fin cerró su mano sobre mi pene, sentí temblar íntegro mi cuerpo y
fue un volcán que explotó expidiendo su lava con tanta fuerza que también la
salpicó a ella. Y no se enojó; al contrario, rió con esa risa cristalina que yo
tanto amaba..
De lo sucedido esa noche no
volvimos a conversar nunca más, ni lo repetimos aun cuando continuábamos de
tanto en tanto a dormir juntos. A lo mejor tomé conciencia y descubrí la
culpabilidad del acto, porque fue un secreto que jamás compartí con nadie en
toda mi vida. Pero con ninguna otra mujer llegué a experimentar un placer igual
y tampoco creo haber llegado a amar a nadie como la amé a ella.
Varios años más tarde, Adelina se
recibió de médica y a pesar que los dos vivíamos en la misma ciudad de Córdoba,
no nos volvimos a ver. Yo me perfeccionaba en piano y cursaba estudios en el
conservatorio y un profesor particular. La política y la música se habían vuelto
mis pasiones preferidas; cuando no me encontraba en un mitin estaba frente al
piano; fue en esa época que compuse "Amor Prohibido" y así
continuaron transcurriendo los años.
En muchas oportunidades volví a
enamorarme de otras mujeres, pero siempre sentí que ninguna de ellas podía
darme esa sensación de integridad psíquica que me faltaba, poco a poco mi alma
comenzó atormentarse y mis noches se volvieron un calvario donde el alcohol y
la música eran mis únicos visitantes.
Adelina era un
recuerdo lejano que no finalizaba jamás por perecer y el día que ofrecí mi
primer concierto como solista, ejecuté la composición "Amor
Prohibido". A pesar que estaba
marcado en el programa, yo consideraba esa música como una sorpresa y la empecé
con un fuerte dolor en mis entrañas. A Adelina no la había visto entre el
público, pero sabía que estaba allí, la sentía presente. Sentía su respiración
agitada, su mirada quemando mis manos y su emoción mi cuerpo, por eso cuando
los aplausos se extendieron por los rincones del teatro, mis ojos estaban
empañados de lágrimas. Sólo nosotros dos, ella y yo, sabíamos que ese concierto
le pertenecía, como pueden pertenecer las estrellas al cielo y el cielo a los
pájaros libres. Sin embargo, tampoco la vi cuando mis amigos vinieron a
saludarme y ni siquiera me había hecho llegar un mensaje marcando su presencia.
Pero yo sabía que ella había estado entre el público, acaso llorando por sus
recuerdos, acaso contenta de mi triunfo musical, acaso arrepentida de un pasado
que no podía ya modificarse.