Por Juan Carlos Alarcón
Don Zoilo tenía tantos años como su memoria
podía recordarlos. A veces rondaba los 80 y pico, otras veces andaba por los 90
y tantos. Vivía a unos 5 Km del pueblo, y en el campo tenía varios perros y
gatos, casi una docena. Los primeros eran para espantar a cualquier curioso,
que quisiera avisarse a la casa sin prevenir su llegada y los gatos eran para
evitar que hubiera ratones. Los perros no tenían nombre propios porque los
había bautizado con el número de orden que habían nacido o llegado a esa
vivienda. El primero se llamaba Uno, el segundo Dos, el tercero Tres y así
sucesivamente. Pero cuando los llamaba para darles de comer, el comenzaba
-Uno, Dos, Cuatro, Cinco
-¿Y el Tres no lo cuentas o lo tienes a régimen?
-¡No, desapareció, se lo llevo el Bebe
Cruz!...
La leyenda del Bebe Cruz continuaba en la
memoria de la familia y venia desde lejos, desde cuando los abuelos eran pibes.
Uno se llamaba Enrique, pero todos lo llamaban por su sobrenombre Quique o el
Pibe Mudo. El Quique no hablaba aunque no era mudo, solamente no le gustaba
hablar y se limitaba a mirar a quien le dirigía la palabra. Si estaba de
acuerdo con lo que le decían se limitaba a sonreír, si no estaba de acuerdo
encogía los hombros y en cuanto se presentaba la oportunidad se escapaba al
fondo donde se sentaba en un tronco de árbol a mirar la casa, el campo, el
mundo o se ponía leer ya que le gustaba bastante la lectura.
En la familia esto inquietaba mucho y su
madre no sabía qué hacer porque con sus 7 años, el mocoso, posiblemente hubiera
respondido verbalmente 7 frases en público. Una tarde, decidieron llevarlo a un
psicólogo escolar para que lo viera, pero a la tercera consulta, el Quique,
clavo sus ojos sobre la psicóloga y le dijo bien claro: “No pierda el tiempo
que no tengo ganas de hablar”. Allí se terminaron las consultas al psicólogo
escolar y el Quique siguió sin hablar y sin amigos. A su edad ya era un ermitaño.
En realidad, con la única que se llevaba bien
era con su hermana y su compañía parecía agradarle. Lisbeth tenía un año menos
que él y era todo lo contrario. Ella charlaba hasta por los codos y se decía
que era una lora capaz de hablar hasta cuando dormía. En lo sociable, Lisbeth
también era distinta a su hermano, ella casi nunca estaba sola y siempre se
encontraba jugando con amigas de su edad. Si no conseguía ningún amigo se
pegaba a cualquiera de la familia hasta que la corrían porque los terminaba
mareando con su charla.
Cuando Lisbeth veía a su hermano sentado al
fondo, en el tronco del árbol caído, ella iba y se sentaba a su lado. El Quique
la recibía con una sonrisa y algunas veces le daba un beso en la mejilla.
Entonces ella comenzaba hablar, primero le contaba cosas que hacía con sus
amigas, luego seguía con las cosas que hacían los adultos y hasta le pasaba las
recetas de comida de la abuela. Pero, como su hermano no respondía y, a ella se
la acaban las informaciones, poco a poco iba mudando de tema y partía hacia historias
que su imaginación pudiera construir. Lisbeth tenía mucha imaginación y un tío
solía decir durante las comidas que la nena seria escritora porque él también
se fascinaba con las historias inventadas por la lorito.
Algunas veces, cuando alguno de la familia explicaba
que, algún día, el Quique la correría a chancletazos, ella respondía: “¡Es un
mudo trucho!...” y se mataba de risa, seguidamente agregaba: “A mí siempre me
habla y hasta me pide que le invente nuevas historias”.
Con los años el Quique terminó en un
internado donde hizo su escuela secundaria y después se fue cursar estudios de
ingeniería a una ciudad bastante lejos donde finalizó casándose con una mujer
de esa ciudad. Sólo iba a visitar su familia durante las fiestas de fin de año,
pero siempre bastante parco con el habla. Lisbeth se recibió de maestra, como
su madre, y trabajó en varias escuelas de la región. Poco a poco se volvió
escritora y su primer libro fue de poesías; más tarde fueron apareciendo otros
de narrativa y se vio rápidamente que su fuerte eran los cuentos, historias cortas
de mucha imaginación; sin embargo, nunca escribió sobre el Bebe Cruz. Cuando se
jubilo se trasladó a vivir a la Capital donde había más espacio para su
literatura.
Se supo que Bebe Cruz tenía poderes
extrahumanos. Una noche de verano Lisbeth estaba parada con los brazos sobre la
punta de la mesa observando amasar a su abuela mientras le contaba el episodio
de un radio teatro del día anterior, que su abuela no había podido escuchar
porque tuvo que ir al pueblo. Quique se aproximó a su hermana y en el oído le
pidió que lo acompañara y tomándola de la mano la llevó hasta el árbol caído.
El Quique se sentó en el tronco donde lo
hacía siempre y comenzó a otear para todos lados como esperando a alguien.
Lisbeth que estaba apurada por regresar a la cocina y terminar de contarle el
episodio radial a su abuela no quiso sentarse, seguía parada. Fue allí que
apareció Bebe Cruz llevando a la mujer de la mano, porque era ella que lo
seguía siempre a él. El Pibe Mudo se puso de pié y quedaron mirándose a los
ojos con Bebe Cruz. Entonces Bebe Cruz hizo aparecer en su mano un camioncito
de lata que se lo regalo al Quique quien sonreía feliz.
-¿Por un autito de lata yo me quedo sin comer
la pizza que está haciendo la abuela? –dijo Lisbeth. Fue entonces que Bebe Cruz
frotó una mano sobre la otra y apareció una porción de pizza con abundante
queso como le gustaba a la nena. Luego hizo aparecer otro pedazo que se lo dio
al Quique. Al final del día entre los dos se habían comido media pizza,
sentados detrás del árbol caído para que nadie los viese.
A esta historia la narró Lisbeth varias
semanas más tarde, pero nunca se pudo confirmar o desmentir, porque el Quique,
que había sido testigo presencial, continuaba sin querer hablar.
Dicen que la leyenda de Bebe Cruz es de aquella
época, de cuando los chicos eran chicos. La abuela decía que la madre de
Lisbeth le contaba cosas sobre el Pibe Mudo y la lorita de Lisbeth. También
había un viejo paisano que solía explicar que la leyenda de Bebe Cruz la había
inventado la nena para entretener a su hermano el ermitaño. Pero, como toda
leyenda, esta tampoco se sabía bien dónde ni cuándo había nacido. La cuestión
era que, en el campo del viejo Zoilo, se empezó a desconfiar de ese sitio y
nadie quería acercarse de noche al lugar donde estaba el árbol caído, porque aparecía
el Bebe Cruz de la mano de una mujer que tal vez sería su madre. Dicen que en
ese lugar ni los animales iban de noche.
Se dice todavía que Bebe Cruz tenía 3 o 4
años y que la joven que lo acompañaba parecía una gacela; caminaba con los pies
descalzos como si se desplazara sin hacer ruido. En realidad, cuando caminaban
lo hacían en el aire, ninguno de los dos tocaban el suelo, pero no volaban.
Algunas veces, cuando todas las familias se
juntaban en el campo para pasar los días festivos Enrique y Lisbeth solían
sentarse sobre el árbol caído a tomar mates, y a menudo terminaban discutiendo mientras
señalaban lugares y estaturas sin ponerse de acuerdo
-Era la madre…
-¡No, era una hermana!...
Sin embargo, cuando alguien se les aproximaba
para interiorizarse del motivo de la discusión. Ellos se miraban a los ojos y
largaban una carcajada sin dar explicaciones; pero todos podían imaginarse el
motivo de sus discusiones. Parecía ser que también el Bebe Cruz podía alterar
las ondas cerebrales.
Acaso ese sería el último año en que se
verían, los dos ya estaban con mucho años en sus espaldas, tal vez demasiados y
casi ni podían caminar. Lisbeth le sirvió un mate al Quique le preguntó:
-¿Por qué nunca dijiste que fuiste vos quien
choreo la pizza del horno de ladrillo?
-¡Ni en pedo, la abuela Luli me hubiera
matado a chancletazos!...y vos ¿Por qué no le contabas que afanabas los huevos
del gallinero para hacer tortas de barro con tus amiguitas?...