Por Juan
Carlos Alarcon
« Todo amante es un soldado en guerra. »
Ovidio
Mi hermana vivía
al fondo de la calle en un barrio de clase media, donde se buscaba mantener la
herencia de una cultura española, y recuerdo que ese domingo caminé bastante
antes de decidirme a entrar. El cielo estaba deslucido y no atinaba a pintarse
de amarillo. Cuando me detuve frente a su puerta lo hice poblado de reticencias
y regalos, que más que pensando en mi sobrino habían sido preparados pensando en
la demostración de un poder económico y de un triunfo laboral que parecía ser
la vitrina pública del buen pasar de una familia.
La puerta de la
casa de mi hermana era más bien un portón de madera rústica, grande de doble
abertura, características en las antiguas viviendas de tipo colonial y antes de
entrar busqué de nuevo un justificativo para regresar sobre mis pasos, pero
sabía que me estaban esperando, porque además de ser tío sumaba el título
honorífico de padrino de bautismo de mi sobrino.
Desde la calle
podía escucharse la algarabía de los niños corriendo frenéticos por el patio de
la casa. Pero en realidad no eran los niños que me fastidiaban, eran sus madres
y sus abuelas, esas conversaciones insulsas y los cuchicheos hipócritas mal
disimulados detrás de sonrisas irónicas. Todos los aniversarios infantiles eran
iguales y yo no veía por qué ese tenía que ser diferente. Mi sobrino cumplía 6
años y le había prometido estar presente, como si las promesas a los chicos
fueran importantes. Entonces mordí la pipa con desdén y entré con la mejor de
mis sonrisas, tan falsa como las sonrisas de todos los aniversarios.
La vivienda se
parecía más a un monasterio de campaña que a una vivienda de ciudad y, las
pocas veces que había ido a ese lugar, nunca llegué a sentirme verdaderamente
cómodo, y delicadamente evitaba toda invitación a visitarlos. Entonces entré
preparándome para el suplicio.
Un patio
rectangular de baldosas servía de marco a la fiesta. Hacia el fondo había un
salón, que alguna vez fue cobertizo de animales y que habían transformado en
una especie de sala comedor para las reuniones sociales, porque a mi hermana le
gustaba extender su situación social entre amigos que no eran tan amigos y
compañeros de trabajo de su marido que no eran tan compañeros. El salón estaba
decorado con guirnaldas multicolores y se sentía un olor a limpieza reciente,
era esa manía que tenía mi hermana de mezclar desinfectantes con colonias
económicas para lavar los pisos. A un costado dentro del salón había una tabla
grande apoyada sobre caballetes que servía de mesa para los chicos, repleta con
golosinas, galletas y bebidas sin alcohol, rechazadas sistemáticamente por los
chicos que preferían la libertad consentida para esas ocasiones. En el costado
opuesto, más al reparo, se encontraba otra mesa más pequeña, estratégicamente
ubicada para no perder de vista los niños que jugaban en el patio y que servía
de albergue a los adultos. Ellos no despreciaban nada y, entre risas y bromas,
iban devorando disciplinadamente todo lo que se encontraba al alcance de sus
manos. Cuando llegué la fiesta estaba en pleno apogeo y casi nadie percibió mi
presencia, salvo mi sobrino que se apresuró a manotear en el aire sus regalos y
que luego se sentó junto a sus amiguitos para controlarlos. Eran las reglas de
juego: los niños ignoraban a los adultos y los adultos se desentendían de los
niños. Allí todo estaba en ese orden.
Saludé por
cortesía y terminé por sentarme en un banco, apoyado contra la pared en un
rincón discreto y me puse a observar sin curiosidad a los otros invitados,
respondiendo tímido las ocurrencias que no llegaba a escuchar en su totalidad.
A veces, me entretenía adivinando esos comentarios que, más tarde, volverían a
repetirse en boca de otros. Otras veces, miraba jugar a los niños envidiando la
espontaneidad de sus reacciones, la libertad de sus juegos. Creo que lo único
que pretendía esa tarde era gastar el tiempo hasta el momento oportuno en que
pudiese retirarme.
Me hallaba en esa
situación, distrayéndome con los juegos infantiles cuando la descubrí por
primera vez. Ella distribuía cornetas de cartón y silbatos de plástico entre
los más pequeños y, en ese mismo instante, algo se removió en mi interior, como
si mi universo kafkiano se hubiera despertado de su letargo.
Ella tenía los
ojos cielo de primavera y una mirada tierna, que ocultaba detrás de párpados
ruborizados cada vez que alguien la observaba fijo. Vestía una pollera de hilo
azul marino, corta, sobre sus rodillas que no llegaba a ser una minifalda, y
una blusa blanca dibujando delicadamente su naturaleza femenina. Dos cintas
amarillas dividían sus cabellos en dos largos ríos de soles, era una
adolescente con la apariencia de colegiala; pero había en ella un halo de
sensualidad que se desprendía de sus movimientos y la contemplé intrigado. Se
movía con naturalidad, ajena a los grupos adultos y cuando levantó los brazos
para cortar algunos globos que estaban colgados junto a la pared, la pollera
trepó sobre sus piernas dejándolas al descubierto, eran dos leños finos,
tiernos y dorados.
Sentí una especie
de concupiscencia en mis pensamientos y quise borrarlos; pero ¿cómo borrar un
deseo que nace espontáneo? ¿Cómo encarcelar las emociones y fantasías en una
mente llena de incertidumbres? Entonces continué mirándola, disfrutando del
placer de su belleza infantil como quien se deleita ante una pintura
magdaleniana.
Ella terminó su
tarea de distribuir globos entre los niños y se quedó indecisa; el hecho de
optar entre el grupo de los chicos para lo cual era grande o de definirse por
los adultos para lo cual era niña, parecía haberla puesto en una situación
embarazadora; pero, al final, se decidió por lo primero. ¿Cuánto tiempo estuve
embelesado observándola? No lo sé, pero en todo caso fue hasta que me sorprendí
al escuchar una voz que me preguntaba.
- ¿Quieres un
trozo de torta?
- ¡No,
gracias!... –respondí mientras mi hermana se instalaba cómodamente a mi lado,
como si la torta que me ofrecía fuese sólo un pretexto para entablar una
conversación. Yo hubiera preferido continuar solo, gustando de la gracia
adolescente de esa niña, dejándome llevar por mis pensamientos y fantasías que
ya danzaban epicúreas en mi cabeza. Por un instante sus ojos se cruzaban con
los míos y acaso había comprendido la significación de mi mirada. Tal vez le
agradaba sentirse admirada por un adulto porque me sonreía tan fugazmente como
el cruce de nuestras miradas o tal vez le molestaba que la mirara de esa manera
y fue por eso que continuó jugando con uno de los chicos. En realidad no sabía
lo que ella podía estar pensado; pero sí sabía que mi hermana podía intuir mis
pensamientos y decidí cambiar de idea con respecto a la torta de cumpleaños,
que ella misma había preparado para esa ocasión. En realidad yo pretendía
desviar mi atención de la adolescente. Pero ya era tarde, mi hermana había
recorrido el camino de mi mirada y se había percatado de mi libido.
- ¡Natalie es
bonita, cuando tenga algunos años más será una hermosa mujer!...
La adolescente,
la de los cabellos rubios como el sol, pareció adivinar mis pensamientos y, de
tanto en tanto, cuando nuestras miradas chocaban era yo quien desviaba los ojos
turbados, porque ya no podía ocultar la atracción que ella despertaba en mí.
Seguramente también se había dado cuenta de eso, pero en vez de sentirse
molesta, ella jugaba aún más con su sensualidad y hasta por instantes parecía
provocarme. Pensé que mi hermana se podía dar cuenta de ese juego de seducción
que se había establecido entre la adolescente y yo, y decidí partir, dejar con
rabia la fiesta de mi sobrino, casi con pena por no haber podido hablar con esa
adolescente.
Antes de regresar
a mi casa, caminé por la ciudad sin rumbo, procurando ordenar mis ideas ¿Hasta
cuándo duran las crisis a los 50 años? Me lo pregunté un poco divertido. Entonces
entré a mi casa y sonreí sin sonreír porque mi mujer me sirvió un café con dos
cucharaditas de azúcar, como lo venía haciendo desde hacía 20 años, y me dio
ganas de llorar, pero como no era lógico llorar por un café con esa medida
de azúcar, me puse a ver televisión de
rabia, para distraer mis pensamientos.
Esa noche, la
noche cayó como todas las noches de mi vida: oscura, con un cigarrillo en la
mano y un diario con conflictos en alguna parte del mundo. Pero soñé con una
primavera llena de flores, con un cielo multicolor y un pequeño arroyo que
descendía por entre las montañas, eran imágenes que provenían desde mi infancia
cuando sabía escaparme a la siesta a jugar con mis amigos. Sin embargo, esta
vez en mis sueños estaba la adolescente con la pollera de hilo azul marino y la
blusa blanca; sus cabellos ya no estaban atados sino libres y caían
desordenados, voluptuosos sobre su espalda. Ella con sus 16 o 17 años
provocaba, tenía esa sonrisa triunfante que le creí ver cuando partí huyendo
del cumpleaños. Y desperté.
La claridad del
día se filtraba por las aristas de la ventana y abrí los postigos para que el
sol pudiera entrar, marcando el inicio de una nueva jornada de rutina. Era
lunes y la semana comenzaba con sus realidades cotidianas, mis hijos partieron
hacia la escuela y mi mujer a su trabajo; luego la casa volvió a quedar en
silencio. Yo dudaba entre partir a trabajar o quedarme rompiendo
responsabilidades ¿hasta cuándo uno tendría que repetirse en hechos cotidianos?
Me detuve junto a
la puerta que marcaba la frontera: de un lado la rutina, la reiteración diaria
de tareas repetidas y el hartazgo de una vida sin vivencias; del otro lado, la
evasión, la libertad y el misterio excitante de una vida diferente. Y ese
maldito teléfono que no dejaba de sonar. Sonaba rompiendo el silencio,
seguramente sería del trabajo que pretendían saber por qué no había ido
todavía. Si respondía sería para entrar en la rutina, y me pregunté
cobardemente ¿hasta cuándo sería responsable? Entonces atendí con mis ojos llenos
de lágrimas y rabias.
- Hola - Era una
voz no conocida. Una voz agradable que temblaba como si dudara de lo que estaba
haciendo- ¿Juan?...
- Sí; respondí
conteniendo mi incapacidad de ser diferente.
- Soy Natalie y
le hablaba para invitarlo a tomar un café si está libre.
- ¡Ya llego!..
–dije sin preguntar quién era, porque ya estaba pensando en sus cabellos
dorados, en sus ojos azules, en su pollerita de hilo azul y su remera blanca.