por Juan Carlos Alarcon
Acaso fue un día jueves, mientras caminábamos por la
Avenida Coronel Fabien, cuando René decidió hablarme por primera vez de su
problema. Se detuvo en el medio de la acera y me contempló fijo casi dudando de
lo que estaba por hacer; no obstante, concluyó por apoyarse contra el pequeño
muro del Parque de la Liberación y comenzó a decir: "A veces uno tiene
necesidad de hablar con alguien, pero nosotros somos diferentes y no estamos
acostumbrados a confesarnos con los amigos, mantenemos reservada nuestra
intimidad y somos celosos de ello... ¡Es nuestro jardín secreto!. Estuvo por
agregar algo más, pero finalizó por callarse, como si ya se hubiese arrepentido
de lo que iba a explicar.
Miré a René tratando de dejar traslucir toda la bondad de
mis sentimientos, porque sabía que lo más difícil de una confesión eran los
primeros pasos, la decisión de poder compartir un hecho interior con otra
persona. Entonces le sonreí amigable, buscando ayudarlo a evacuar esas cosas que
parecían atormentarlo; sin embargo, René continuó en silencio observando la
calle donde, en ese momento, descendía puntual el ómnibus en dirección a la
estación de trenes. Ello producía un embotellamiento.
Recuerdo haber contemplado a René divirtiéndome con la
misma situación que venía de crear, se lo veía confuso y tal vez molesto por la
cantidad de vehículos que se iban amontonando detrás del ómnibus. Tampoco hizo
alguna referencia a ello y se limitó a contemplar una mujer que pasaba
caminando por la acera opuesta; yo hice lo mismo.
La mujer no era linda y, así mismo, marchaba con una
elegancia sensual mostrando la bondad de sus piernas a través de una abertura
no abotonada de su pollera. Provocaba... Y ella lo sabía, se advertía en su
manera de caminar, eran pasos largos, buscando meter adrede las piernas en la
abertura de la pollera. Creo que envidié a su marido, o a su novio, o a
cualquiera que pudiese descubrir íntegras esas piernas bien modeladas. René y
yo nos quedamos absortos y la mujer nos saludó divertida por nuestra conducta
adolescente; era una vecina que ninguno de nosotros dos había reconocido por
encontrarnos embelesados con sus piernas. Tuve vergüenza, por el hecho de verme
desenmascarado en una actitud libidinosa y me puse a mirar estúpidamente hacia
el interior del parque. René tomó una posición diferente, no se incomodó ser
reconocido por la vecina y dijo a modo de explicación: "Si un día la
encuentro de nuevo en la calle y la invito a beber un café, ella estará
sabiendo que la deseo ¡Ahora las cosas están bien en claro!"
Sonreí por su filosofía primaria y volví a pensar en el motivo por el cual nos habíamos detenido. Me dije que él ya había mudado de idea y me apresté a continuar nuestro camino, puesto que íbamos hacia el quiosco de cigarrillos frente al correo.
Valentón no era demasiado grande, tampoco podía pensarse que era una ciudad en miniatura, porque era una mezcla de pueblo y ciudad, sin llegar a ser ninguna de las dos. Todo el mundo se conocía y todos se ignoraban sistemáticamente. Yo comencé a caminar, pero René no se movió del sitio donde estaba apoyado y, de pronto, observó hacia ambos costados verificando que nadie pudiera escucharlo. Recién entonces dijo.
- ¡Tengo un gato de lana...!
Me atraganté de risa. Recuerdo que me dio un ataque
espontáneo de risa cuando escuché eso. Acaso fue porque imaginaba otro tipo de
confesión, algo más íntimo, algo así como una especie de historia suya de
amantes y duelos de esgrima, o la confesión de saberse engañado por el panadero
del pueblo que ya tenía una fama increíble ¡Qué se yo...! Imaginaba
conciliábulos, perversiones sádicas, batallas ilícitas, cualquier cosa que
pudiese alimentar mi curiosidad chusma de tercermundista. Pero no, él me salía
con un secreto banal de un juguete, frustración infantil nunca superada y
comencé a decepcionarme.
- Tengo un gato de lana con el cual hablo -repitió
sabiéndome en ascua, sin haber comprendido nada. Y no se equivocó, hasta allí
yo no comprendía nada y convencido que un secreto bien podía valer un otro, le
respondí.
- No te hagas problema, yo les hablo a las plantas...
- ¡No, no es lo mismo! -aclaró rápido.
- ¿Y por qué?
- Porque el gato de lana me responde. Me dice todas las
cosas que suceden en mi hogar cuando estoy ausente.
No sé por qué razón esa idea me entusiasmó bastante. A lo
mejor, porque mi curiosidad provinciana aún podía ser satisfecha y podía llegar
a oír un chisme de alcoba. Entonces lo interrogué, deleitándome por anticipado
con la historia que podía narrarme.
- ¿Y qué pasa cuando vos no estás, según el gato de lana?
- Lo que pueda decir no tiene importancia. Lo importante
es que me habla...
No sé si pensé en aquel momento que René se había vuelto
loco, más bien creo haber pensado que me estaba tomando el pelo, burlándose de
mi ingenuidad provinciana o de mi condición de extranjero subdesarrollado, o de
las dos cosas juntas. Lo cierto fue que no volvimos a tocar ese tema por varias
semanas, hasta que una noche, después de cenar juntos en familia, él entró a la
cocina donde me encontraba lavando los platos mientras nuestras respectivas
esposas conversaban animadas en el salón comedor, y me comentó.
- ¿Sabes que el gato de lana delató a mi hijo? Me dijo
que cuando nosotros nos dormimos, él se levanta por las noches y se pone a ver
televisión, por eso tiene tantos problemas de levantarse de mañana para ir a la
escuela...
- No, no lo sabía -Repliqué tratando de adivinar hasta
dónde llegaría con su broma. Sin embargo, hablaba en serio y algunos días más
tarde volvió a visitarme bastante desesperado. Me narró otra nueva historia
insólita de su hijo, siempre dicho por el gato. También me explicó que se
estaba volviendo loco con esa cuestión y fue en ese instante que comencé a
pensar más seriamente en René y su gato de lana. Digamos, que lo primero a
reflexionar fue que mi amigo estaba chiflado, que le estaba faltando algún
tornillo en la cabeza y lo más sensato sería decírselo. Pero decidí hacerlo
otro día, cuando estuviese menos exaltado.
Esa noche no pude dormir, la pasé pensando en el gato de lana,
en sus conversaciones borgerianas y en el trauma que se le estaba creando a
René. Nosotros éramos amigos y me correspondía aconsejarle la visita a un
psiquiatra, lo cual no era tarea fácil ¿Cómo inducir a un amigo la idea de que
estaba tarado? ¿Cómo decirle: Che loco, se te herrumbró un tornillo, tienes que
ir a ver un especialista del mate? El problema era complicado y, en apariencia,
yo era el único con quien compartía sus vicisitudes ni siquiera su esposa
parecía estar al corriente de ese hecho y me impedía que yo pudiese comentarlo
con la mía. Por otra parte, tampoco estaba seguro que mi mujer lo entendiera.
Imaginaba que me respondería que René estaba lunático, pero que yo no me
quedaba a la zaga y le seguía algunos metros detrás en sus divagaciones. ¡No,
claro que no podía comentar con nadie la historia del gato de lana! Era nuestro
secreto y lo debíamos guardar hasta poder encontrar una solución conveniente.
Varios días después, mi preocupación aumentó, fue cuando
René me llamó por teléfono para consultarme su decisión de matar el gato y
terminar de una vez por toda con sus angustias. Creo haber pensado que ese
sería el momento ideal para hablar del psiquiatra y recomendarle ir al
hospital. Yo mismo estaba dispuesto a acompañarlo si fuera necesario.
Era ya cerca del medio día cuando llegué a su casa y lo
hallé totalmente excitado con su proyecto bélico. Me hizo pasar directamente a
la cocina de su casa, no quería que el gato escuchase sus planes y lo había
encerrado en un placard del dormitorio. Bebimos un café mientras platicamos de
sujetos sin importancias y no me atreví a mencionar la cuestión del psiquiatra.
El ya había preparado sus útiles matarifes, eran un pequeño cuchillo y una
tijera de costura y con los cuales pensaba llevar adelante la operación
destructiva contra el pobre gato de lana que hablaba demasiado de cosas que no
le correspondía. En el momento que yo jugaba con la tijera en la mano, tuve
curiosidad por conocer ese famoso gato que tanto atormentaba a mi amigo y se lo
expresé, porque hasta allí yo no lo había visto nunca.
Debo reconocer, que cuando lo vi me sentí desilusionado,
había comenzado a imaginarlo distinto, con una cabeza enorme desproporcionada
del cuerpo y medio maquiavélico en su aspecto. Pero no, el gato tenía un rostro
cariñoso, medía unos veinte centímetros armoniosamente y había sido fabricado
con telas rojas y lanas anaranjadas. Era más bien uno de esos muñecos
artesanales que se utilizaban como decoración sobre los sillones o en la cama
de los niños y despertaba la ternura de cualquier persona sensata. Realmente me
dio pena saber que iba a finalizar descuartizado en uno de los tarros de
basuras y se lo pedí.
- ¿Por qué no me lo regalas? Lo llevo a mi casa y quién
sabe si no logro convencerlo de hablarme algún día -dije irónico, pero
tímidamente como para no ofenderlo.
- ¡Con el único que conversa es conmigo! -acotó no muy
convencido de esa solución. No obstante, el hecho de sacarse de encima el gato
pareció aliviarlo. Y cuando regresé a casa lo hice con el juguete entre mis
manos acariciando sus pelos de lanas. Debo aceptar que me encontraba contento
de haberle salvado la vida y hasta creo habérselo dicho al propio gato.
La mudanza del gato de lana parecía haber dado buen
resultado, no volvió a hablar con él ni tampoco ningún otro objeto le dio
charla a René. De tanto en tanto, solíamos hacer comentarios y nos alegrábamos
del ritmo normal represo de nuestras vidas, como era antes y como tendría que
haber continuado si no hubiera sido por la existencia del gato. De todas
maneras, como René y su familia venían seguido a casa, yo decidí guardarlo
sobre mi cama matrimonial para que no lo viera. Algunas veces, cuando me
hallaba solo y le hablaba a las plantas siguiendo el consejo de mi mujer,
aprovechaba para hacerlo también con el gato de lana que me miraba absorto con
sus dos ojos de botones, pero no me respondía. Indudablemente con el único que
podía comunicarse era con el loco de René.
Esta historia tendría que haber concluido en una simple
anécdota si no fuera que un día, por cuestiones de trabajo, tuve que partir dos
semanas al extranjero. En la agencia donde me desenvolvía como periodista
solían mandarme a menudo de un lado a otro y cada vez que retornaba me
integraba de nuevo al movimiento cotidiano de la familia. Como los horarios con
los de mi mujer no correspondían al mismo ritmo, muchas veces me encontraba
solo y disfrutaba acostándome vestido sobre la cama para reposarme y allí le
contaba al gato de lana cosas de mi trabajo, o mis frustraciones, o esos proyectos
sobre el porvenir que rara vez se concretizaban.
Una tarde había vuelto de Italia donde las cosas no había
andado muy bien para mí, había ido a cubrir un evento sobre la muerte
misteriosa de un abogado, conocido por su enfrentamiento con la mafia, y fui
amenazado anónimamente con el propósito de abandonar mis investigaciones.
Fueron dos llamadas telefónicas que todos conocían su origen y que terminaron
por revoltarme. No era que fuese un héroe, ni siquiera podía decirme muy
valiente porque las advertencias me aterrorizaron al punto de producirme una
diarrea bárbara; sin embargo, yo estaba dispuesto a proseguir hasta el final
previsto, pero mi jefe no estuvo de acuerdo y me obligó a retornar antes de lo
programado.
Recuerdo que cuando entré a casa, mi rabia era de todos
los colores, encima mi mujer no estaba y tampoco se encontraba en su trabajo
donde procuré ubicarla por teléfono para prevenirle de mi llegada. Entonces me
dí una ducha fría para calmar mi espíritu y me recosté sobre la cama tratando
de dormir algunas horas. El gato de lana pareció sonreír irónico, como
burlándose de mi estado de ánimo. No sé muy bien cómo comenzaron los hechos,
porque hasta ese momento no le daba demasiado importancia; creo haberlo
insultado con bronca, pero el gato no cambió su sonrisa irónica y lo tomé de
una pata y lo arrojé sobre un silla sacándolo de mi vista. Yo estaba fuera de
mí a causa de la historia de Italia y, minuto a minuto, mi cólera montaba
contra mi jefe, contra la agencia periodística, contra los italianos; en
resumen, contra todo el mundo.
Me hallaba acostado, con las dos manos bajo la cabeza,
mirando una pequeña mancha sobre el techo, cuando sentí que el gato de lana se
sentaba sobre la misma silla que había caído y empezó a decirme: "Vos te
enojas conmigo porque tienes problemas en tu trabajo ¡Menos mal que nunca te
conté las cosas que hace tu mujer cuando te vas de viaje!"
René tenía razón cuando me previno que el gato se volvía
peligroso con sus conversaciones, pero no estaba dispuesto a darle la posibilidad
de atormentarme con una historia de infidelidad y salté sobre él y comencé a
golpearlo, arrojándolo contra las paredes. En ese preciso momento, la puerta de
casa se abrió entrando mi mujer, René y su esposa. Las dos mujeres se quedaron
perplejas e inmóviles delante de dicho espectáculo. Yo me encontraba en plena
batalla, descargando toda mi rabia acumulada contra el gato de lana. Pero, como
no detenía mi combate ofuscado, las dos mujeres empezaron a gritar histéricas.
La actitud de René fue distinta, cuando vio el gato rebotar contra una de las
paredes, comprendió de inmediato lo que sucedía y también se lanzó sobre él
para ayudarme a destruirlo. Primero, tiramos afuera sus lanas anaranjadas y las
cortamos en pedacitos; después, continuamos con el resto de su cuerpo hasta que
el aserrín de relleno saltó para todos los costados. Nuestras mujeres corrían
de una habitación a la otra, gritando cosas que ni ellas mismas se comprendían
y sólo se calmaron, cuando llegaron varios enfermeros, porque mi esposa los
había llamado. René y yo continuábamos sentados en el piso arrojando aserrín
hacia el techo y reíamos a carcajadas, contentos con el triunfo logrado: ¡El
gato de lana había muerto para siempre!.