jueves, 16 de abril de 2015

ADELINA... ¡ADELINA!

Por Juan Carlos Alarcon 

(A la memoria de Lord Byron)


Corrían los últimos años de la década del cuarenta cuando el escritor germano Emil Ludwig moría en Suiza, donde se había exilado siete años antes y, en Alemania, los técnicos reconocían haber heredado, luego de la guerra, más de cuatrocientos millones de metros cúbicos de escombros. En Francia, el asesinato del conde Bernadotte, personaje discutido por su pasado político, conmovía la opinión pública; mientras tanto, Maurice Chevalier procuraba borrar su imagen de colaboracionista nazi. Era la época en que Europa intentaba reconstruir su período sangriento y se apoyaba sobre el draconiano Plan Marshall americano y en Chile se descubrían platos voladores luminosos que intrigaban la incipiente ciencia del espacio.

El occidente, con sus contradicciones de pos-guerra, cerraba así los años malditos para abrir una nueva época floreciente y Argentina no era una excepción. El país vivía su apogeo y el presidente Perón, apoyado en una política popular, se iba transformando en una de las personalidades más controvertida de la historia: para algunos era un dios; para otros, el diablo en persona.

Córdoba no era una isla, sus estructuras sociales también se iban reacomodando y la clase media buscaba reorganizarse adquiriendo mayor poder económico, situación que le daba una falsa ilusión de alternativa burguesa. Los sindicatos obreros tampoco se quedaban rezagados y cerraban sus filas avanzando aceleradamente en sus conquistas reivindicativas, mientras que la iglesia y la alta burguesía comenzaban a inquietarse por la pérdida de sus privilegios tradicionales promoviendo alianzas con militares ávidos de poder. Era la época de conciliábulos subterráneos, aún cuando la provincia progresaba y se iba produciendo un estallido industrial sobre el cordón periférico de la ciudad.

Dentro de ese período de prosperidad y convulsiones, nací yo, en el seno de una familia peronista que tampoco pudo escapar a la psicosis de bautizarme con el primer nombre del general Perón. Y así fui creciendo, en el interior de esa familia marcada por el destino de una militancia política y de un misterio que llegó a extenderse casi como una leyenda.

En realidad, la vida de mi abuelo no había sido demasiada clara y se murmuraba que su gran fortuna la había hecho durante la campaña contra los indios cuando era coronel, pero nadie creía demasiado que, alguna vez, él hubiese estado enrolado como militar. Otras veces, se dijo que era el producto de un antiguo comercio de esclavos o del tiempo en que traficaba con prostitutas en las fronteras bolivianas. Lo cierto fue, que el origen de su riqueza era bastante nebuloso y que a mi abuelo no le interesaba disipar, porque si alguien le hacía mención de ello, él respondía a menudo con una sonrisa irónica, agrandando sus ojos de asombro y haciendo un movimiento de cabeza sin que nada se comprendiera.

Mi padre no fue distinto, había comprado su título de profesor de historia en un momento de avatares institucionales en la universidad y eso le había permitido trabajar como enseñante en varias escuelas pueblerinas o como periodista en una radio local. Mi padre era dinámico, interesado en el avance intelectual de la provincia y un apasionado por todo aquello que podía emprender. Su vida había estado marcada por períodos de ausencias inexplicables y que parecía no incomodar demasiado a mi madre, eso llevó que hasta los quince años yo lo encontrase por etapas.

Todos los misterios y rumores oscuros escuchados durante la infancia, me llevaron a pensar durante años que mi pasión aventurera provenía de una herencia paterna. Sin embargo, deseché esa idea cuando un amigo de la familia me contó que mi madre tampoco habíase quedado a la zaga y acumulaba bien sus propios enigmas de manera insólita y, a lo mejor, más que su marido.

Mi madre era pagana por vocación y gustaba de la música gitana como de la poesía provinciana de Leopoldo Lugones, gustaba tocar el piano tanto como beber el champagne frío que se hacía librar mensualmente. Ella había sido bailarina de cabaret y tampoco se le conocía su origen aún cuando tenía un fuerte acento sureño. A veces se dijo que era hija de gitanos y, otras tantas veces, que provenía de una familia de la nobleza indígena, pero ella misma nunca habló de su pasado y no creo que ni siquiera mi padre conociese su origen, porque su vida era tan recóndita como la fortuna de mi abuelo.

Ella era una mujer atractiva, tenía la belleza árabe en sus ojos negros contrastando enormemente con sus largos cabellos ondulantes, rojos como el fuego, y que caían desordenados sobre sus hombros siempre desnudos. Era joven y sus labios humedecían permanente una sonrisa seductora, provocativa y sibarítica. Sujeto sobre su brazo izquierdo, portaba un amuleto en oro artesanal, como si ya fuese parte misma de su cuerpo y por eso se comentaba que era una hechicera cuyo amuleto le servía para preservar fresca su belleza.


Mis padres se conocieron en un local nocturno ubicado al costado del río Primero, cuando mi madre danzaba voluptuosa y media desnuda los acordes de una música gitana y endiablada entre los gritos del público producido por la mezcla de erotismo y alcohol. Desde un primer instante, todo el pensamiento de mi padre se pobló con las imágenes de esa bailarina sensual y salvaje, pero ella tenía un hombre que la protegía en permanencia y no dejaba que nadie se le aproximara. Mi padre intentó siete veces hacerlo y siete veces fue rechazado por ese enorme guardián que le resultaba ya repulsivo y repelente. Por entonces, mi padre tenía veintiocho años y no estaba acostumbrado al fracaso ni tampoco gustaba permitírselo; por eso, una noche,  él llegó al cabaret y sin entrar esperó que mi madre comenzara su baile satánico; luego, con una patraña, logró que ese guardaespaldas enamorado y celoso lo acompañase hasta las márgenes del río y allí le incrustó siete puñaladas, una por cada vez que había sido recusado; acto seguido, le pegó siete puntapiés en el cuerpo, uno por cada día de la semana porque la pasión, según mi padre, se exprimía siete días sobre siete. Después aguardó con calma, fumando cigarrillos que él mismo armaba, hasta las cuatro de la madrugada en que ella terminaba su trabajo y cuando salió a la calle en busca de su ángel protector, mi padre la arrastró con fuerza y la secuestró.

Se la llevó al campo, a una estancia propiedad del abuelo y allí la mantuvo cautiva hasta que, un día, decidieron casarse porque ella había quedado embarazada.

Desde entonces, mi madre abandonó la danza para dedicarse a la casa y nunca se la vio muy triste lo que hacía pensar, que la elección de esa nueva vida también le pertenecía sin desagradarle demasiado. Su sonrisa seductora la transformó en cantos y baladas que acompañaba con el piano que mi padre había hecho instalar.
Cuando Totty nació, mi madre tuvo un delirio naturista y cambió toda la decoración de la vivienda. Las habitaciones fueron transformadas en diferentes oasis tropicales, con pájaros y animales domésticos que se paseaban libres de pieza en pieza y la misma alimentación familiar fue remplazada por otra más saludable compuesta de frutas, leche y verduras crudas. Ella prohibió todas las vestimentas en el interior de la casa y hasta los sirvientes debieron desplazarse desnudos. Se decía, que mi madre pretendía que mi hermana creciese en un ambiente sano y natural, sin prejuicios ni condicionamientos sociales. Mi padre se divertía como loco con esa nueva situación y se paseaba desnudo todo el tiempo.

Alguien me comentó alguna vez, que él quiso aprovechar esa situación para crear una secta o una comunidad, ligada a la libertad del sexo, pero ella se lo impidió.

Un día mi madre desapareció sin dar explicaciones y una de las domésticas tuvo que ocuparse exclusivamente de Totty. Mi padre creyó haber sido abandonado y comenzó a deprimir; pero, veinte días más tarde, reapareció como si nada hubiese sucedido y trajo una prima consigo, Rosita, una hermosa morena de dieciocho años que también se instaló a vivir en la estancia como segunda mujer de mi padre.

Yo fui el tercero de los chicos que habitaban esa casa. Es decir que, cuando nací, había ya dos mujeres: mi hermana mayor Totty, y Adelina, la hija de Rosita y de la cual me enamoré perdidamente desde el primer momento que me sonrió cuando yo estaba aún en la cuna.

Adelina era cuatro años mayor y al cumplir mis trece años ella traspasaba en algunas semanas la barrera de los dieciocho, era la que se ocupaba de mí y controlaba mis lecciones de piano que mi madre ordenaba, porque comencé a gustar de la música cuando todavía no caminaba.

Recuerdo que yo tenía trece años y una vida feliz, la música clásica y Adelina eran mis dos pasiones principales y por ello no podía ser otra mujer la que debía despertar mis primeros deseos sexuales.

Un fin de semana, el feriado del 9 de julio caía un lunes y producía un largo reposo, período que se aprovechaba generalmente para organizar encuentros sociales y mis padres con mi tía partieron a Córdoba, a una fiesta familiar de esas que se pasan todo el tiempo comiendo, bebiendo y jugando a las cartas. Totty ya estaba en la universidad estudiando y se les uniría el sábado por la tarde, y con Adelina debimos quedarnos solos todo el fin de semana. Tal cual lo hicimos.

Nosotros estábamos acostumbrados a vernos desnudos, porque esa costumbre nunca había sido totalmente desterrada, sin embargo cuando esa noche nos acostamos en mi cama y nuestros cuerpos se tocaron inevitablemente, yo tuve la sensación de experimentar un placer fortuito, desde los pies a la cabeza. Adelina notó mi embarazo y apercibió el principio de erección y, en vez de separarse, se aproximó aún más contra mi cuerpo. Ella sentía a perfume de flores, como si hubiese frotado sus cabellos con hojas de jazmines y yo contuve la respiración tratando de evitar que se disipe esa realidad. Entonces, ella empezó acariciar mi pecho, como quien juega con un dedo sobre las formas de mi piel y continuó bajando su mano por mi vientre.

A trece años, lo único que sabía del sexo lo había aprendido observando a los animales, sobretodo un inmenso toro que mi padre tenía para procrear y al cual muchas veces los peones debían ayudar, porque era muy pesado y no lograba montar sobre las vacas. Ese espectáculo, casi siempre me hizo reír, salvo en algunas oportunidades -debo reconocer- que llegó a excitarme bastante aun cuando yo no le daba mucha importancia.

Cuando desperté al día siguiente, noté que yo estaba mojado con un líquido viscoso que hasta entonces no conocía muy bien. Adelina ya estaba estudiando en la cocina, se preparaba para pasar un examen de ingreso en la facultad de medicina y me senté en la misma mesa un poco alejado de ella para beber mi desayuno. Al principio, casi no hablamos, ella continuaba introducida entre sus libros, pero de improvisto le pregunté si ese líquido era el famoso semen para procrear de los animales machos; también le expuse otros interrogantes que habían despertado mi curiosidad convencido de que mi hermana conocía mucho más que yo de la materia.

Adelina alzó sus ojos de los libros y los fijó sobre los míos, pero no estaba sorprendida por mis interrogantes y, con suma naturalidad, fue respondiendo a mi curiosidad juvenil.

Esa misma tarde, Adelina me dio la primera lección teórica del amor y me explicó, que el orgasmo era uno de los placeres más hermoso y digno del ser humano y por eso, en el momento del acto sexual, había que tratar de retener lo máximo posible, el juego amoroso de la pareja tenía mucha importancia. También me dijo, que la relación entre dos personas era un deseo natural, pero la sociedad condenaba esa unión entre primos hermanos llamándola despectivamente incesto.

No recuerdo haber sentido en esa época ninguna culpa; primero, porque ella me lo había explicado de una manera simple, sin dar un tono de tragedia a lo sucedido durante la noche anterior; y segundo, porque había visto en repetidas ocasiones a los animales tener relaciones con pares de la misma familia, y se lo consideraba como una actitud normal. Tampoco me sorprendió jamás que Adelina fuese hija natural de mi tía.

Esa noche, cuando volvimos acostarnos, quedé un poco sorprendido al ver que Adelina se había puesto una bombacha y le pregunté si estaba menstruando, porque era en ese período cuando las mujeres de casa se vestían. No me respondió y rió a carcajadas por mi ocurrencia.

Creo que todos mis fantasmas de incesto hubiesen finalizado allí, si no hubiese sido que su bombacha me llamó más la atención y terminó por excitarme de nuevo. Ella estaba a mi lado como la noche anterior, pero miraba hacia el techo y yo aproveché para acariciar su vientre, de igual manera que ella lo había hecho conmigo. El cuarto estaba muy oscuro y no podía ver su rostro, no obstante sabía que no dormía, sentía su respiración comenzar a agitarse, disfrutaba del placer. Pero, cuando quise succionar sus senos, no me dejó hacerlo y tampoco permitió que le sacase la bombacha a pesar de estar húmeda por su excitación.

En un momento me apartó bruscamente y yo no supe que hacer, resté quieto, inmóvil hasta que sentí su mano acariciar mi estómago. El contacto de su piel produjo una especie de cosquilla en mi ombligo y luego, dulcemente, comenzó a frotar mi vientre pasando su mano por entre mis piernas, por los costados de mi sexo ya erguido, pero sin tocarlo, como si tuviese miedo de hacerlo. De pronto recordé su comentario de la mañana, de retenerme todo lo posible, porque el secreto de una buena relación sexual era de poder estirar el placer hasta el infinito. Pero, cuando al fin cerró su mano sobre mi pene, sentí temblar íntegro mi cuerpo y fue un volcán que explotó expidiendo su lava con tanta fuerza que también la salpicó a ella. Y no se enojó; al contrario, rió con esa risa cristalina que yo tanto amaba..

De lo sucedido esa noche no volvimos a conversar nunca más, ni lo repetimos aun cuando continuábamos de tanto en tanto a dormir juntos. A lo mejor tomé conciencia y descubrí la culpabilidad del acto, porque fue un secreto que jamás compartí con nadie en toda mi vida. Pero con ninguna otra mujer llegué a experimentar un placer igual y tampoco creo haber llegado a amar a nadie como la amé a ella.

Varios años más tarde, Adelina se recibió de médica y a pesar que los dos vivíamos en la misma ciudad de Córdoba, no nos volvimos a ver. Yo me perfeccionaba en piano y cursaba estudios en el conservatorio y un profesor particular. La política y la música se habían vuelto mis pasiones preferidas; cuando no me encontraba en un mitin estaba frente al piano; fue en esa época que compuse "Amor Prohibido" y así continuaron transcurriendo los años.


En muchas oportunidades volví a enamorarme de otras mujeres, pero siempre sentí que ninguna de ellas podía darme esa sensación de integridad psíquica que me faltaba, poco a poco mi alma comenzó atormentarse y mis noches se volvieron un calvario donde el alcohol y la música eran mis únicos visitantes.

Adelina era un recuerdo lejano que no finalizaba jamás por perecer y el día que ofrecí mi primer concierto como solista, ejecuté la composición "Amor Prohibido".  A pesar que estaba marcado en el programa, yo consideraba esa música como una sorpresa y la empecé con un fuerte dolor en mis entrañas. A Adelina no la había visto entre el público, pero sabía que estaba allí, la sentía presente. Sentía su respiración agitada, su mirada quemando mis manos y su emoción mi cuerpo, por eso cuando los aplausos se extendieron por los rincones del teatro, mis ojos estaban empañados de lágrimas. Sólo nosotros dos, ella y yo, sabíamos que ese concierto le pertenecía, como pueden pertenecer las estrellas al cielo y el cielo a los pájaros libres. Sin embargo, tampoco la vi cuando mis amigos vinieron a saludarme y ni siquiera me había hecho llegar un mensaje marcando su presencia. Pero yo sabía que ella había estado entre el público, acaso llorando por sus recuerdos, acaso contenta de mi triunfo musical, acaso arrepentida de un pasado que no podía  ya modificarse.




1 comentario:

  1. Clementina Rossini16 de abril de 2015, 17:59

    Muy bueno Juan Carlos,realmente como para recomendar su lectura a amigos y familiares. Un abrazo

    ResponderEliminar