miércoles, 21 de enero de 2015

LA PUERTA

Por Juan Carlos Alarcon
« Todo amante es un soldado en guerra. »
Ovidio 



El día anterior había sido el cumpleaños de mi sobrino y nadie quiso acompañarme, ni mi mujer ni mis hijos. Tampoco yo mismo tenía pocas ganas de ir; pero había que satisfacer los compromisos familiares, era parte de las responsabilidades de las personas sensatas.

Mi hermana vivía al fondo de la calle en un barrio de clase media, donde se buscaba mantener la herencia de una cultura española, y recuerdo que ese domingo caminé bastante antes de decidirme a entrar. El cielo estaba deslucido y no atinaba a pintarse de amarillo. Cuando me detuve frente a su puerta lo hice poblado de reticencias y regalos, que más que pensando en mi sobrino habían sido preparados pensando en la demostración de un poder económico y de un triunfo laboral que parecía ser la vitrina pública del buen pasar de una familia.

La puerta de la casa de mi hermana era más bien un portón de madera rústica, grande de doble abertura, características en las antiguas viviendas de tipo colonial y antes de entrar busqué de nuevo un justificativo para regresar sobre mis pasos, pero sabía que me estaban esperando, porque además de ser tío sumaba el título honorífico de padrino de bautismo de mi sobrino.

Desde la calle podía escucharse la algarabía de los niños corriendo frenéticos por el patio de la casa. Pero en realidad no eran los niños que me fastidiaban, eran sus madres y sus abuelas, esas conversaciones insulsas y los cuchicheos hipócritas mal disimulados detrás de sonrisas irónicas. Todos los aniversarios infantiles eran iguales y yo no veía por qué ese tenía que ser diferente. Mi sobrino cumplía 6 años y le había prometido estar presente, como si las promesas a los chicos fueran importantes. Entonces mordí la pipa con desdén y entré con la mejor de mis sonrisas, tan falsa como las sonrisas de todos los aniversarios.

La vivienda se parecía más a un monasterio de campaña que a una vivienda de ciudad y, las pocas veces que había ido a ese lugar, nunca llegué a sentirme verdaderamente cómodo, y delicadamente evitaba toda invitación a visitarlos. Entonces entré preparándome para el suplicio.

Un patio rectangular de baldosas servía de marco a la fiesta. Hacia el fondo había un salón, que alguna vez fue cobertizo de animales y que habían transformado en una especie de sala comedor para las reuniones sociales, porque a mi hermana le gustaba extender su situación social entre amigos que no eran tan amigos y compañeros de trabajo de su marido que no eran tan compañeros. El salón estaba decorado con guirnaldas multicolores y se sentía un olor a limpieza reciente, era esa manía que tenía mi hermana de mezclar desinfectantes con colonias económicas para lavar los pisos. A un costado dentro del salón había una tabla grande apoyada sobre caballetes que servía de mesa para los chicos, repleta con golosinas, galletas y bebidas sin alcohol, rechazadas sistemáticamente por los chicos que preferían la libertad consentida para esas ocasiones. En el costado opuesto, más al reparo, se encontraba otra mesa más pequeña, estratégicamente ubicada para no perder de vista los niños que jugaban en el patio y que servía de albergue a los adultos. Ellos no despreciaban nada y, entre risas y bromas, iban devorando disciplinadamente todo lo que se encontraba al alcance de sus manos. Cuando llegué la fiesta estaba en pleno apogeo y casi nadie percibió mi presencia, salvo mi sobrino que se apresuró a manotear en el aire sus regalos y que luego se sentó junto a sus amiguitos para controlarlos. Eran las reglas de juego: los niños ignoraban a los adultos y los adultos se desentendían de los niños. Allí todo estaba en ese orden.


Saludé por cortesía y terminé por sentarme en un banco, apoyado contra la pared en un rincón discreto y me puse a observar sin curiosidad a los otros invitados, respondiendo tímido las ocurrencias que no llegaba a escuchar en su totalidad. A veces, me entretenía adivinando esos comentarios que, más tarde, volverían a repetirse en boca de otros. Otras veces, miraba jugar a los niños envidiando la espontaneidad de sus reacciones, la libertad de sus juegos. Creo que lo único que pretendía esa tarde era gastar el tiempo hasta el momento oportuno en que pudiese retirarme.

Me hallaba en esa situación, distrayéndome con los juegos infantiles cuando la descubrí por primera vez. Ella distribuía cornetas de cartón y silbatos de plástico entre los más pequeños y, en ese mismo instante, algo se removió en mi interior, como si mi universo kafkiano se hubiera despertado de su letargo.

Ella tenía los ojos cielo de primavera y una mirada tierna, que ocultaba detrás de párpados ruborizados cada vez que alguien la observaba fijo. Vestía una pollera de hilo azul marino, corta, sobre sus rodillas que no llegaba a ser una minifalda, y una blusa blanca dibujando delicadamente su naturaleza femenina. Dos cintas amarillas dividían sus cabellos en dos largos ríos de soles, era una adolescente con la apariencia de colegiala; pero había en ella un halo de sensualidad que se desprendía de sus movimientos y la contemplé intrigado. Se movía con naturalidad, ajena a los grupos adultos y cuando levantó los brazos para cortar algunos globos que estaban colgados junto a la pared, la pollera trepó sobre sus piernas dejándolas al descubierto, eran dos leños finos, tiernos y dorados.

Sentí una especie de concupiscencia en mis pensamientos y quise borrarlos; pero ¿cómo borrar un deseo que nace espontáneo? ¿Cómo encarcelar las emociones y fantasías en una mente llena de incertidumbres? Entonces continué mirándola, disfrutando del placer de su belleza infantil como quien se deleita ante una pintura magdaleniana.

Ella terminó su tarea de distribuir globos entre los niños y se quedó indecisa; el hecho de optar entre el grupo de los chicos para lo cual era grande o de definirse por los adultos para lo cual era niña, parecía haberla puesto en una situación embarazadora; pero, al final, se decidió por lo primero. ¿Cuánto tiempo estuve embelesado observándola? No lo sé, pero en todo caso fue hasta que me sorprendí al escuchar una voz que me preguntaba.
- ¿Quieres un trozo de torta?
- ¡No, gracias!... –respondí mientras mi hermana se instalaba cómodamente a mi lado, como si la torta que me ofrecía fuese sólo un pretexto para entablar una conversación. Yo hubiera preferido continuar solo, gustando de la gracia adolescente de esa niña, dejándome llevar por mis pensamientos y fantasías que ya danzaban epicúreas en mi cabeza. Por un instante sus ojos se cruzaban con los míos y acaso había comprendido la significación de mi mirada. Tal vez le agradaba sentirse admirada por un adulto porque me sonreía tan fugazmente como el cruce de nuestras miradas o tal vez le molestaba que la mirara de esa manera y fue por eso que continuó jugando con uno de los chicos. En realidad no sabía lo que ella podía estar pensado; pero sí sabía que mi hermana podía intuir mis pensamientos y decidí cambiar de idea con respecto a la torta de cumpleaños, que ella misma había preparado para esa ocasión. En realidad yo pretendía desviar mi atención de la adolescente. Pero ya era tarde, mi hermana había recorrido el camino de mi mirada y se había percatado de mi libido.
- ¡Natalie es bonita, cuando tenga algunos años más será una hermosa mujer!...

La adolescente, la de los cabellos rubios como el sol, pareció adivinar mis pensamientos y, de tanto en tanto, cuando nuestras miradas chocaban era yo quien desviaba los ojos turbados, porque ya no podía ocultar la atracción que ella despertaba en mí. Seguramente también se había dado cuenta de eso, pero en vez de sentirse molesta, ella jugaba aún más con su sensualidad y hasta por instantes parecía provocarme. Pensé que mi hermana se podía dar cuenta de ese juego de seducción que se había establecido entre la adolescente y yo, y decidí partir, dejar con rabia la fiesta de mi sobrino, casi con pena por no haber podido hablar con esa adolescente.

Antes de regresar a mi casa, caminé por la ciudad sin rumbo, procurando ordenar mis ideas ¿Hasta cuándo duran las crisis a los 50 años? Me lo pregunté un poco divertido. Entonces entré a mi casa y sonreí sin sonreír porque mi mujer me sirvió un café con dos cucharaditas de azúcar, como lo venía haciendo desde hacía 20 años, y me dio ganas de llorar, pero como no era lógico llorar por un café con esa medida de  azúcar, me puse a ver televisión de rabia, para distraer mis pensamientos.

Esa noche, la noche cayó como todas las noches de mi vida: oscura, con un cigarrillo en la mano y un diario con conflictos en alguna parte del mundo. Pero soñé con una primavera llena de flores, con un cielo multicolor y un pequeño arroyo que descendía por entre las montañas, eran imágenes que provenían desde mi infancia cuando sabía escaparme a la siesta a jugar con mis amigos. Sin embargo, esta vez en mis sueños estaba la adolescente con la pollera de hilo azul marino y la blusa blanca; sus cabellos ya no estaban atados sino libres y caían desordenados, voluptuosos sobre su espalda. Ella con sus 16 o 17 años provocaba, tenía esa sonrisa triunfante que le creí ver cuando partí huyendo del cumpleaños. Y desperté.


La claridad del día se filtraba por las aristas de la ventana y abrí los postigos para que el sol pudiera entrar, marcando el inicio de una nueva jornada de rutina. Era lunes y la semana comenzaba con sus realidades cotidianas, mis hijos partieron hacia la escuela y mi mujer a su trabajo; luego la casa volvió a quedar en silencio. Yo dudaba entre partir a trabajar o quedarme rompiendo responsabilidades ¿hasta cuándo uno tendría que repetirse en hechos cotidianos?

Me detuve junto a la puerta que marcaba la frontera: de un lado la rutina, la reiteración diaria de tareas repetidas y el hartazgo de una vida sin vivencias; del otro lado, la evasión, la libertad y el misterio excitante de una vida diferente. Y ese maldito teléfono que no dejaba de sonar. Sonaba rompiendo el silencio, seguramente sería del trabajo que pretendían saber por qué no había ido todavía. Si respondía sería para entrar en la rutina, y me pregunté cobardemente ¿hasta cuándo sería responsable? Entonces atendí con mis ojos llenos de lágrimas y rabias.
- Hola - Era una voz no conocida. Una voz agradable que temblaba como si dudara de lo que estaba haciendo- ¿Juan?...
- Sí; respondí conteniendo mi incapacidad de ser diferente.
- Soy Natalie y le hablaba para invitarlo a tomar un café si está libre.
- ¡Ya llego!.. –dije sin preguntar quién era, porque ya estaba pensando en sus cabellos dorados, en sus ojos azules, en su pollerita de hilo azul y su remera blanca.




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